Sobre accidentes, tragedias y sufrimiento humano

Lunes, 18 de julio de 2005Ramón Paredes

 


Atardecer sobre la isla de Manhattan y el Río del Este


No importa en qué país uno viva, siempre existe la posibilidad de que en el curso de la vida uno tenga que sobrevivir una tragedia. Si uno vive en la franja de Gaza, Irak, Costa de Marfil, Sierra Leona, Liberia o Colombia, el riesgo se multiplica; pero, de la misma manera, si uno vive en Goteborg, en Suecia o en Franklin Lakes, en Nueva Jersey, en Estados Unidos, la posibilidad baja considerablemente. Lo indiscutible es que, independientemente de dónde uno viva o si uno viene de una pequeña o de una larga familia, siempre existe la posibilidad de que un día alguien, en el umbral de la puerta o una extraña voz en la otra línea del teléfono, nos cambie la vida para siempre.

Porque una tragedia no es necesariamente o solamente perder un ser querido. Que un empleado público, acusado de estafar el estado con una suma millonaria, se suicide en la cocina, con uno de los cuchillos que unos minutos antes se usó para cortar la carne, mientras la esposa está en la sala, viendo televisión, es penoso y muy triste; pero no es, necesariamente una tragedia. Ahora, que la esposa escuche la queja del marido, corra a la cocina, vea el esposo con el cuchillo en el pecho y le saque el cuchillo del pecho, y descubra después en el hospital que si no le hubiera sacado el cuchillo el esposo no se hubiera desangrado y hubiera sobrevivido la herida, eso es una tragedia.

Así, cuando uno pierde un ser querido duele mucho, pero eventualmente uno encuentra el valor para resignarse y aceptarlo como una de las cosas de la vida que uno no puede alterar. Cuando uno pierde al ser querido en circunstancias trágicas, sin embargo, el valor y la resignación sirven de algo para consolar las personas que quedaron detrás; pero no garantizan que uno las superará.

En cada país, uno ha de suponer, la gente tiene distintas métodos para superarlas. Quizá, dependiendo de la religión de los sobrevivientes, la superación sea menos prolongada, agónica y terrible. Talvez depende de si uno vive en una zona rural o una zona urbana.

Porque, por una de esas cosas que nos brinda la vida, las culturas, las religiones y el ambiente tienen mucho que ver cómo uno sobrevive una tragedia. Algunas veces nos ayudan a superarla; otras veces, no nos dan la oportunidad de hacerlo.

A comienzos de los años noventas, un día caluroso de agosto como hoy, un fuego se propagó por la casa donde vivía mi tío paterno con su madre, su esposa y su hijo. El tío sobrevivió con quemaduras, la esposa falleció, la madre quedó en coma, y el hijo se debatió entre la vida y la muerte durante dos días. Cuando murió el cerebro del niño, los doctores enviaron por mi tío, que en ese momento —y a pesar de sus quemaduras—, hacía en una silla de ruedas las gestiones para el funeral de la esposa. Lo acompañamos al hospital. Allí, sin lágrimas pero con un corazón que pesaba más que un saco de piedras, tuvo que decir si daba permiso para que le retiraran al hijo el respirador. Mi tío, que nunca conoció la puerta de una escuela, preguntó si era posible usar los órganos de su hijo para salvarle la vida a otra persona. [Casi un año después, llegó una carta, con un agradeciemiento, y una historia feliz.] Cuando bajamos a la calle, la música seguía a todo volumen en los carros con los cristales abiertos y en los apartamentos con sus ventanas abiertas, y la gente seguía con sus diarios ajetreos, indiferentes a nuestra pena y a nuestro sufrimiento.

No importa cuántas veces los amigos nos digan que comparten nuestro dolor, que entienden nuestro pesar, cuando una tragedia nos sucede, no hay aliento, no hay alivio, no hay consuelo que valga. “Cuando la rosa muere”, escribió Franklin Mieses Burgos durante aquellos años de tanto dolor y tantas tragedias, “deja un hueco en el aire/ que no lo llena nadie”.



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10:17 PM [Added: 05/20/2005: 1:07 PM]


 
 

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