Los narradores de La familia de Pascual Duarte

Ramón Paredes

 

1.0 Introducción.
          Por más de cien años, tanto críticos como escritores han cuestionado la relación entre persona, tema (o contenido) y forma (o estructura) en la obra narrativa. Ha sido la opinión de los escritores, por lo general, que primero llega el o los personajes, después el tema toma forma alrededor de éste o éstos personajes y después, la estructura es ajustada al tema y a los personajes. Pero esta creencia ha sido puesta en duda por los críticos a través de los años —especialmente durante el presente siglo—, porque estos creen que, por un lado, no existe dicha separación (uno primero, el otro después) y, por el otro lado, que en la mayor parte de los casos, los personajes y el tema imponen la estructura. Así, Boris Tomacheski —quien influenciaría tanto a Tzvetan Todorov—, en Teoría de la literatura (Madrid: AKAL, 1982), afirma que todo personaje es un mero soporte de motivos temáticos, apenas necesario para la estructura del discurso literario.
          Pero, ¿podría James Joyce, por ejemplo, contar la historia de Bloom en una directa tercera persona, con visión limitada o N=P? ¿Podría Camus contar la historia de Meursault en tercera persona? Probablemente sí. Pero es casi horroroso pensar en cuán diferente hubiera sido el resultado.
          Este cuestionamiento tiene vigencia aún cuando se considera el modo y la visión de los narradores en la novela La familia de Pascual Duarte (Barcelona: Ediciones Destino, Destinolibro vol. 4, 1990, 168 pp.) de Camilo José Cela (La Coruña, 1916 - Madrid, 2002).
          Así, un número de críticos ha criticado la elección de Cela de dejar a Pascual Duarte que cuente su historia. El juicio más extremo, nos parece, viene de Paul Ilie, en La novelística de Camilo José Cela (Madrid: Gredos, 1963): “Cela”, escribe, “prefirió hacer actuar al protagonista como su propio narrador, imponiendo así toda una serie de limitaciones a la (novela)” (p. 36; las cursivas son nuestras). Aunque, por sí, este juicio nos parece extremo (la posición de cualquier crítico es extrema cuando éste cuestiona seriamente a un autor su elección de estructura o tema, por ejemplo), vale la pena ver si en verdad Cela pudo haber escrito la historia de Pascual Duarte en tercera persona (ya sea N=P, N>P o N<P), qué significaría esto en la estructura de la novela y, sobre todo, las limitaciones que esta elección habría impuesto en el autor.

1.2 Planteamientos teóricos.
          Antes del estructuralismo lingüístico, iniciado por Ferdinand de Saussure con su Cours de Linguistique Générale y desarrollado por los formalistas rusos (divididos en dos grupos: por un lado, la Opojaz de San Petersburgo, y por el otro lado el Círculo Lingüístico de Moscú) se creía que el novelista primero creaba (algunos prefieren “inventaba”) una serie de personajes y una historia, y luego seleccionaba una estructura, la cual regía el estilo o forma externa.
          Pero el estructuralismo, en cierta forma, modificó todo este concepto. Así, el estructuralismo lingüístico concluyó que la esencia de la literatura pertenecía al lenguaje, y que por lo tanto, tanto en su escritura como en su estudio, ningún elemento de importancia en la novela, por ejemplo, era aceptable fuera de él. Todo este concepto, sin embargo, ha sido transformado durante los últimos años. Así, aunque los estructuralistas aceptaron y usaron algunos planteamientos teóricos de los formalistas rusos como también de los tradicionalistas norteamericanos de los años cuarenta y cincuenta, los estructuralistas, durante los años sesenta, cambiaron la forma que se escribe, se lee y se interpreta literatura —tanto en la narratología como en la poética. En fin, usando, por un lado y casi en conjunto, a Barthes, Todorov y Bremont y, por otro lado y de una forma más individual, a Benveniste y Derrida, y, en el centro, los desconstrucionistas alemanes y sus seguidores (i.e., Adorno), podemos usar un método práctico para estudiar tanto el aspecto formal como el aspecto actancial de la novela de Cela.
          Así, usando por un lado el método crítico planteado por Darío Villanueva, en El comentario de textos narrativos: la novela (Valladolid: Aceña Editorial, y Gijón: Ediciones Júcar, 1989, 206 pp.) y algunas observaciones de Oscar Tacca, en Las voces de la novela (Madrid: Editorial Gredos, 1ª edición, 1973; 3ª edición corregida y aumentada, 1985, 180 pp.), y por el otro lado, como referencia, la guía de Marcelo Pagnini, Estructura literaria y método crítico (Madrid: Ediciones Cátedra, 3ª edición, 1982, 268 pp.) —especialmente “Observaciones sobre la prosa narrativa”, pp. 100-111, y “El método estructural y semiótico”, pp. 161-170—, nos referiremos a algunos términos técnicos usados en estos libros o en clase: por ejemplo, historia (lo que sucede) y discurso (la novela escrita).
          Así, aunque nos parece adecuada la dirección tomada por Villanueva (“la conversión de la historia en discurso mediante una estructura formal implica tres acciones: la modalización, la temporalización y la especialización”, p. 19) y como sólo estaremos usando modalización, usaremos el método seguido en clase. Así, dividiendo la narración en aspecto formal y aspecto actancial, sólo nos interesa, del significado, su enunciado y su aspecto formal, los personajes de la historia; y del significante, el relato del significante y dos de sus tres divisiones (modo y visión). Asimismo, usaremos la enunciación del aspecto actancial.
          Pero como el relato en La familia de Pascual Duarte se cuenta de un modo “directo” y como la visión es limitada, y como su modelo técnico, y a veces hasta práctico, se remonta a la novela picaresca, quizás es necesario “decodificar” algunas de las características de este subgénero.

1.3 La novela picaresca y el punto de vista.
          Cuando se habla de la influencia de la novela picaresca en la novela de Cela, se habla de (a) el antihéroe, (b) la narración autobiográfica y (b) la pretensión moralizadora (i.e., véase los artículos de Gonzalo Sobejano, “Sobre la novela picaresca contemporánea”; Hortensia Viñas, “Notas para una interpretación de Pascual Duarte” y Ignacio Soldevilla-Durante, “Utilización de la tradición picaresca por Camilo José Cela”), la verdad es que la deuda es mayor. Más aún, esta deuda no es tanto temática, como tal, sino más bien técnica.
          Primero, habría que trazar los recursos técnicos usados por los narradores que no sabían que eran narradores y que tampoco sabían que estaban escribiendo novelas.
          Ya un gran número de críticos ha indicado cómo el barroco transformó, en España, el dualismo renacentista, y lo reemplazó con un individualismo más filosófico (i.e., véase La poesía de la edad barroca de María del Pilar Palomo, Madrid: SGEL, 1975), especialmente pp. 15-35), y cómo esta transformación culminó en la literatura epistolar. Como indica don Francisco Rico, en su libro La novela picaresca y el punto de vista, Paul Oskar Kristeller, en Renaissance Thought, “ha podido rastrear en la floración del individualismo uno de los factores del éxito inigualado de la literatura epistolar entre los siglos XIV y XVI” (p. 19).
          Así, si es verdad que La vida de Lazarillo de Tormes inicia, a partir del 1554, un tipo de narración que tendría repercusiones en la narrativa contemporánea, también es cierto que quien fuera que escribiera la obrita sólo modificó (o renovó) y combinó, por lo menos temáticamente, dos géneros que estaban de moda en la época: la autobiografía, como indica Rico, y la carta usada como “confidencia y... confesión” (p. 19). En efecto, la visión N=P limitada, donde, como indica Tacca, “narrador y personaje coinciden en un personaje-narrador”, no es nuevo a la narrativa ni siquiera en España: mucho antes, Juan de Flores y Diego de San Pedro, en sus novelas escritas bajo la influencia de Boccaccio y de las teorías del amor cortés, habían usado la técnica.
          Lo que hace el autor del Lazarillo es añadir el “ángulo de visión preciso”, la “perspectiva constante”, la “información limitada”. Como indica Tacca, “de... un punto de vista inferior y restringido, pero absolutamente auténtico y legítimo, nace buena parte del encanto de la picaresca: el mundo visto a través del hambre, a través de una conciencia que no alcanza a comprender primero, y que cree comprender después sólo en términos de gratificación, desprecio, crueldad; en fin, el mundo alegre y triste a la vez de los inocentes humillados” (p.86).
          Así, con excepción de los subtítulos (i.e., “Cómo Lázaro...”), no hay contradicciones significativas (pero, como indica Rico, en Problemas del Lazarillo, Madrid: Cátedra, 1988, pp. 113-114, estos no parecen venir del propio autor, sino que probablemente fueron añadidos por el editor real). Lo contrario sucederá, sin embargo, con El Buscón de Quevedo: aunque Quevedo, a comienzos, mantiene una visión semi N=P limitada, el “Señor” de comienzo (“Yo señor, soy de Segovia...”) es sustituido por “pío lector” y hay incluso referencias a “los que leyeran” la “novela”.
          En conclusión, el Lazarillo es una novela fenoménica, para usar el término de Villanueva —es decir, está configurada como una carta (p. 32). Da lugar, por lo tanto, “a la frecuente aparición de una instancia intermedia entre el autor implícito y/o el narrador y nosotros los lectores” (p. 32). En fin, Lazarillo de Tormes es una novela de aprendizaje o bildurgsroman, como indica Villanueva: en ella, un narrador diagético (u homodiegético, como prefiere llamarlo Villanueva, p. 71) cuenta su historia no ya al narratario, sino a un lector implícito —Vuestra Merced. Y, como se ha dicho antes, la visión es de N=P limitada.

2.0 La Familia de Pascual Duarte
2.1 Algunas consideraciones técnicas.
          Como el Lazarillo, La familia de Pascual Duarte es, hasta cierto punto, una novela fenoménica —configurada como una confesión—, si usáramos la clasificación de Villanueva (p. 32); o, usando la definición de Tacca, una “novela de autor-transcriptor”, donde, como “límite de un creciente afán de objetividad”, “el autor declara no ser tal, sino mero transcriptor” (p. 56).
          Como el Lazarillo, La familia de Pascual Duarte es una novela de aprendizaje o bildungsroman —es decir, se cuentan, por lo menos en la historia, una serie de “lecciones” que Pascual va recibiendo.
          Como en el Lazarillo, más que un “yo protagonsita/yo central”, hay en La familia de Pascual Duarte un “yo testigo” con sus limitaciones, que, como dice Villanueva, “renuncia a la omniscencia..., al conocimiento del pasado y del pensamiento del resto de los personajes” y se sitúa “a un mismo nivel” que los demás personajes” (p. 74).
          Todas estas consideraciones técnicas, sin embargo, no encajan tan bien como parecen.
          La novela es, en realidad, una novela fenoménica o de autortranscriptor, pero por las innovaciones modulares introducidas por Cela, es casi imposible encajarlas: en una técnica predeterminada. En efecto, aunque es cierto que la narración del Pascual-Narrador está configurada como una confesión y manuscrito, no existe una instancia entre “el autor implícito y/o el narrador” y los lectores, porque este “editor o compilador” más que autor implícito, parece ser más un autor real que, a través del texto, se comunica con el lector implícito. Porque es claro, en la narración de Cesáreo Martín, que éste es ya un lector implícito: “le ruego que si le es posible me envíe dos libros..., cuando (las memorias de Pascual estén impresas)”, p. 165.
          En cuanto al aspecto bildungsroman de La familia de Pascual Duarte, este aprendizaje es irónico —más irónico que el Lazarillo—, y parece tener lugar a la inversa. Así, si bien es cierto que el aprendizaje del Lazarillo es irónico, porque más que aprender a sobrevivir honestamente, Lázaro aprende a “anteponer a cualquier otra consideración”, también es cierto que esta serie de lecciones que aparecen en la novela ayudan a Lázaro a ser menos honesto y más perspicaz la segunda vez. En La familia de Pascual Duarte, sin embargo, todo esto parece suceder a la inversa: Pascual va, tanto en términos morales como sociales o económicos, para atrás. De este modo, la importancia de los crímenes va progresando de víctima a víctima: primero una perra (cap. 1), después una yegua (cap. 9), después un desviado social —el Estirao— (cap. 16), después a su madre (cap. 19) y finalmente —por lo menos en lo que concierne al sistema judicial español de la época— al conde de Torremejía.
          Finalmente, en relación al “yo testigo” narrador y la supuesta renuncia a la omniscencia, al conocimiento del pasado y del pensamiento del resto de los personajes, en La familia de Pascual Duarte —como en otras historias contadas por un narrador diagético— esto es artificial —mucho más artificial de lo que parece. Por ejemplo, podrían tomarse, al azar, cuatro instancias:
          (a) “¿Qué nos interesaba a nosotros”, reflexiona Pascual, “lo que en [la calle] ocurría si allí dentro teníamos lo que en todo el resto de la ciudad no nos podían ofrecer?” (pp. 74-75). ¿Cómo sabe Pascual que a Lola no le interesaba lo que ocurría en la calle, si ella no se lo ha dicho durante la narración?
          (b) “Lola”, piensa Pascual, “estaba como transida por el temor que le produjera la visita (de los civiles al hotel)”, p. 76. ¿Cómo sabe Pascual esto, si la guardia civil sólo parece asustar, en la narración, a Pascual (“en un principio me atosigó bastante la llegada de los civiles, p. 75)?
          (c) “Lola se reía”, recuerda Pascual, “¡era feliz!.. Qué ajenos estábamos, los dos a que Dios... nos... había de quitar (nuestro hijo)”, p. 88. Primero, ¿cómo sabe Pascual que Lola era feliz, si ella no lo manifiesta en la narración? Probablemente, como ella reía, éste asume que ella estaba feliz. Segundo, ¿cómo sabe Pascual que Lola estaba ajena a lo que iba pasar con el hijo, si ambos Pascual y Lola parecer esperar lo que terminará sucediendo?
          Y (d) “Yo... quería (a Rosario) con ternura”, escribe Pascual, “con la misma ternura con la que ella me quería a mí” (p. 101). ¿Cómo sabe Pascual que su hermana lo quería, si no hay, en la historia, un momento donde Rosario le dice que lo quiere?
          En fin, ¿puede un lector hembra —para usar la frase de Julio Cortázar— ver estas contradicciones insignificantes? Probablemente, no; porque el narrador diagético nos hace creer que, en algún momento, Lola ya le ha mencionado que prefería quedarse en el hotel, que estaba transida por el temor, que era feliz, y que Rosario, alguna vez, le manifestó su cariño.
          Son estas, entonces, algunas de las ventajas de las que Cela se aprovecha en su novela, contando la “historia” de Pascual desde una visión limitada (N=P).

2.2 El punto de vista en La familia de Pascual Duarte.
          “La primera pregunta que puede hacerse el lector”, escribe Jorge Urrutia en su excelente estudio sobre la novela de Cela, Cela: La familia de Pascual Duarte (Madrid: SGEL, 1982, 156 pp.), “es por qué existe el transcriptor (en La familia de Pascual Duarte), por qué razón las ‘memorias’ de Pascual Duarte no se publicaron sin delantal alguno explicativo” (p. 110). La razón, cree Urrutia, está “en la novela picaresca, y especialmente en el Lazarillo”. La anominia del Lazarillo, cree, “se debe a razón estructural”: como la historia sería inverosímil si el lector barroco pensara en el autor real (i.e., Hurtado de Mendoza, Orozco, etc.) como Lázaro de Tormes, con el anonimato, Lázaro “pasa a ser el autor”. Cela, concluye, resolvió “todos esos problemas introduciendo un transcriptor que pudiera equipararse a él mismo sin mayores consecuencias”. La carta de Joaquín Barrera, a comienzos “y el final de la primera nota del transcriptor, cumplen la función del prólogo en la novela picaresca” (pp. 110-111).
          Estas observaciones, en nuestra opinión, no son tan acertadas como parecen. En primer lugar, el Lazarillo es una obra narrativa anónima, porque el autor prefirió que la obra se publicara anónima: para algunos, el Poema o Cantar de mio Cid es anónimo porque es un juglar y probablemente (a) tenía más de un autor o (b) el autor prefiría, por un diverso número de razones, como por ejemplo no asociar su nombre con un poema que no era culto (i.e., véase la introducción de Colin Smith, en la edición Cátedra; la de Ian Collins, en Castalia; o la de Jules Horrent y Aran Deyermond, en Clásicos Taurus), pero la mayoría de estas conjeturas se caen de peso, cuando se piensa en el mester de clerecía: ¿por qué poemas tan cultos como el Poema de Fernán González y el Libro de Alexandre, por ejemplo, aparecieron como obras anónimas? En fin, ¿cómo puede uno cuestionar la composición “enmarcada” —como la llama Tacca, p. 57— del Conde Lucanor o del Decamerón, por ejemplo?
          En cuanto a que la función de la carta de Joaquín Barrera y la primera nota del transcriptor sea sencillamente funcionar como “prólogo” al estiro Lazarillo: decir esto, en nuestra opinión, es romper la estructura casi perfecta de la novela de Cela.
          En efecto, resurta casi imposible imaginar la novela sin uno de sus narradores.
          Pero, en fin, ¿cuántos narradores hay en La familia de Pascual Duarte? ¿Cuál es la función visionaria de cada narrador? ¿Cómo es que cada narrador nos parece “contar” una historia diferente y, a veces, contradictoria?
          Inicialmente, a raíz de la publicación de La familia de Pascual Duarte, se creía que sólo había un narrador diagético y un autor implícito: Pascual Duarte y el transcriptor. Sin embargo, durante los últimos treinta años, con la llegada del estructuralismo francés en los años sesenta —especialmente en las traducciones de Seix Barral—, cambió el rumbo que había tomado la crítica. Así, para mencionar sólo dos estudios, ahora se habla de cuatro y de cinco narradores.
          En el primer caso, dos ejemplos serían Paul Ilie, en el libro ya mencionado, y Mary Ann Beck, en “Nuevo encuentro con La familia de Pascual Duarte”, en Revista Hispánica Moderna, XXX (1964, pp. 279-299 (también reproducido en Novelistas españoles de postguerra, Tomo I, edición de Rodolfo Cardona; Madrid: Taurus, 1976, pp. 65-88). En la historia intervienen, creen Ilie (pp. 144-145) y Beck (p. 71), cuatro narradores:

1. Pascual Duarte (pp. 15-17 y 19-157)
2. El transcriptor o copista (pp. 13-14 y 158-160)
3. El capellán Santiago Lurueña (pp. 161-162)
4. Cesáreo Martín (pp. 163-165)

         Sin embargo, hay aquí un vacío, entre páginas 17 y 19: entre la carta de Pascual Duarte a Joaquín Barrera López (pp. 15-17) y su dedicatoria (p. 19): el testamento de don Joaquín Barrera López (p. 18).
          Aquí entra el estudio de Urrutia, ya mencionado: En la novela, dice, hay cinco, no cuatro narradores.

1. El transcriptor (pp. 13-14 y 158-160)
2. Pascual Duarte (pp. 15-17 y 19-157)
3. Don Joaquín Barrea López (p. 18)
4. Santiago Lurueña, presbítero (pp. 161-162)
5. Cesáreo Martín, cabo de la guardia civil (pp. 163-165)

         A primera vista, la existencia de estos narradores parece necesaria sólo para la estructura de la narración. Así, el transcriptor es necesario, porque alguien tiene que sacar a luz la obra (i.e., un editor, un traductor); Don Joaquín Barrera López, porque aclara cómo el manuscrito de Pascual llega a mano del transcriptor (en realidad, es ésta la primera de ras dos voces que podrían ser eliminados sin afectar desastrosamente la estructura y el tema de la novela); y, finalmente, los dos últimos narradores, de los cuales uno podría ser eliminado sin afectar desastrosamente la estructura de la obra: Santiago Lurueño, quien confesa a Pascual, y Cesáreo Martín, quien también ve la ejecución de Pascual: sin la presencia de los dos, no sabríamos nada de la muerte de Pascual Duarte.
         Ahora bien, la función de estos narradores es más que reforzar la estructura de la novela: forman parte de esa estructura.
          Así, de los cinco narradores hay cuatro extradigéticos (transcriptor, Don Joaquín Barrera López, Santiago Lurueña y Cesáreo Martín) y uno diagético (Pascual Duarte), y de ellos, como indica Urrutia, el primero (transcriptor) y el último (Pascual) llegan al discurso “voluntaria y espontáneamente”, pero los otros tres (Don Joaquín Barrera López, Santiago Lurueña y Cesáreo Martín) son “arrastrados por el transcriptor” (p. 110). (Esto podría cuestionarse: Don Joaquín Barrera López es arrastrado al discurso, pero no por el transcriptor, sino por Pascual Duarte, porque cuando Pascual le envía el paquete de folios, en la historia, trae consigo a Don Joaquín.)
          Pero cada narrador extradigético parece contradecir al narrador diagético. Más aún, cada narrador tiene una doble función en el discurso.

El transcriptor.
          (a) Por un lado, la función (aparte de editor) del transcriptor es de ofrecer la visión más neutral de Pascual Duarte. Así, si bien es verdad que cree que Pascual Duarte es un criminal (“El personaje de Pascual”, dice, “es un modelo de conducta; un modelo no para imitarlo, sino para huirlo”, p. 14), también es cierto (1) que reconoce la inteligencia, patológica o como quiera llamársele, de Pascual (la carta de Pascual a don Joaquín, nos dice, nos presenta “a... (un) personaje no tan olvidadizo ni atontado como a primera vista pareciera” (p. 159); y (2) que Pascual, como un criminal que fue, sólo pagó “deudas a la justicia”: es decir, el transcriptor no hace juicios del hecho que el asesinato de su propia madre le mereció menos castigo a Pascual Duarte que la del Conde.
          (b) A nivel semántico, el transcriptor se parece a un narrador extradigético (Cesáreo Martín) y, hasta cierto punto, al narrador diagético (Pascual Duarte). Así, el transcriptor parece concluir o aclarar ideas con refranes, decires o frases semi-filosóficas: “porque a nada bueno ha de concluir una labor trazada, como quien dice, a uña de caballo” (p. 13); como “porque Pascual se cerró a la banda y no dijo esta boca es mía” (p. 159). En Cesáreo Martín: “:Yo bien..., más tieso que un palo” (p. 163), y “no daría yo fe aunque me ofreciesen Eldorado” (p. 163).
          Finalmente, el transcriptor parece usar los mismos códigos lingüísticos que usan tres de los cuatro narradores extradigeticos: por ejemplo, para seguir con Cesáreo: “...en una farmacia donde Dios sabe que ignorados manos la depositaron—...” (transcriptor, p. 13); “Yo, bien—a Dios gracias, sean dadas—, aunque...” (Cesáreo Martín, p. 163).

Pascual Duarte.
          Las observaciones de Urrutia sobre los problemas de visiones de Pascual Duarte-Narrador (pp. 112-114) y las de Mary Ann Beck sobre Pascual Duarte como narrador limitado (pp. 71-88) nos parecen tan acertadas, que cualquier observación que hagamos vendrán, por lo menos subconscientemente, de ellas. Así que sólo nos limitamos a indicar su presencia, y exponer nuestro acuerdo con ella.
          A lo único que nos limitaremos es a observar que probablemente, basado en la carta que Pascual le envía a Don Joaquín Barrera López, Pascual estaba tratando de buscar un indulto. Así, la primera indicación parece venir del transcriptor: el hecho de que Pascual escribiera la carta al mismo tiempo que los capítulos XII y XIII (“Se mata así; es de asesinos”, p. 102, cap. XII; “Es probable que si la paz a mí me hubiera llegado algunos años antes, a estas alturas fuera, cuando menos, cartujo”, p. 104, y “pero hay que conformarse con lo inevitable, con lo que no tiene arreglo posible”, p. 109, cap. XIII), indica que Pascual no fuera “tan olvidadizo ni atontado como a primera vista pareciera” (p. 159). La segunda indicación es la elección que hace Pascual—un amigo del Conde, por cuyo asesinato lo han condenado a muerte: “como resulta que de los amigos de don Jesús González de la Riva (que Dios haya perdonado, como a buen seguro él me perdonó a mí) es usted el único del que guardo memoria” (p. 15). Finalmente, la otra indicación viene del propio Pascual: “No quiero pedir el indulto, porque es demasiado lo malo que la vida me enseñó...” (p. 17): recuérdese que en el capítulo 17, Pascual lamenta que le hayan dado la libertad, por la muerte del Estirao, prematuramente: “Si me hubiera portado mal hubiera estado en Chinchilla los veintiocho años que me salieron... Los veintiocho años se hubieran convertido en catorce o dieciséis, mi madre se hubiera muerto de muerte natural...” (pp. 132-133). Pero ahora, parece decirle Pascual a don Joaquín, ahora sí es verdad que está en paz, “manso como una oveja, suave como una manta, y alejado... del peligro de una nueva caída”.

Don Joaquín Barrera López
          Este narrador estradigético tiene tres funciones:
          (a) Justificar la autenticidad del manuscrito de Pascual.
          (b) Introducir un punto de vista distinto al del transcriptor y de los otros tres narradores: el punto de vista conservador, religioso, el punto de vista del típico censurador —el manuscrito, dice, es “contrario a las buenas costumbres”.
          (c) Añade una historia extratextual al texto: es un milagro, se implica, que el manuscrito haya sobrevivido: “ordeno que el paquete de papeles... sea dado a las llamas sin leerlo, y sin demora alguna”, pero si el paquete sobrevive dieciocho meses, “ordeno al que lo encuentre lo libre de la destrucción... y disponga de el según su voluntad” (p. 18).

Santiago Lurueña, Presbítero.
          Santiago Lurueña más que confesar a Pascual, tiene tres funciones:
          (a) Testigo de la muerte de Pascual Duarte y del “estado mental” en que se encontraba antes de ser ajusticiado.
          (b) Dar un punto de referencia para verificar su versión de la muerte de Pascual con la versión de Cesáreo Martín: “Cuando llegó el momento de” conducir a Pascual al patio, dijo “¡Hágase la voluntad del señor! que mismo nos dejara maravillados” (Santiago, p. 162), y “al principio Pascual se sintió flamenco y soltó “delante de todo el mundo un ¡Hágase la voluntad del Señor! que nos dejó como anonados” (Cesáreo, p. 164).
          (c) Para dar la (única) visión menos crítica de Pascual Duarte—la visión ingenua: a la mayoría se les “figura que Pascual Duarte era una hiena, “pero para Santiago, después de “llegar al fondo” del alma de Pascual, “este no fue otra cosa que un manso cordero, acorralado y asustado por la vida” (pp. 161162).

Cesáreo Martín, Cabo de la Guardia Civil.
          Cesáreo tiene seis funciones:
          (a) Informar al transcriptor y al lector implícito, de cómo el manuscrito de las memorias de Pascual Duarte llegó a manos de Joaquín Barrera López.
          (b) Comunicar las condiciones externas y a veces internas en que vivía Pascual y que reflejan un personaje conflictivo (“fue el preso más célebre que tuvimos”; “le entraron escrúpulos y remordimientos” y “se pasaba los medias semanas voluntariamente sin probar bocado”, y el entendimiento con el director de la cárcel: “el director era de tierno corazón...” (pp. 163-164).
          (c) Verificar la información dada por Santiago Lurueña: soltó “delante de todo el mundo un ¡Hágase la voluntad del Señor!...” (p. 164).
          (d) Dar una visión del Pascual cobarde, de la cual ni el transcriptor ni el presbítero hacen referencia directa: “terminó sus días escupiendo... de la manera más ruin y más baja que un hombre puede terminar; demostrando a todos su miedo a la muerte” (p. 165).
          (e) Enjuiciar a Pascual, especialmente por matar al Conde de Torremejía, y expresar indirectamente su desprecio por Pascual: “el caso es que el desgraciado...”; “El muy desgraciado....”, etc.
          (f) Establecer una relación entre el autor implícito y los lectores implícitos (Cesáreo y el teniente de línea: “le ruego... me envíe dos libros... cuando (los manuscritos de Pascual) estén impresos” (p. 165).

3.0 Conclusiones.
          Pero más que estas limitadas funciones, los cinco narradores —con la excepción quizás de Joaquín Barrera López— tienen otra función estructural: la de formar una caja china —una caja china muy similar a la aplicada por Francisco Rico, en La novela picaresca y el punto de vista, al Lazarillo: “la perfecta coherencia de todos sus componentes” (p. 53).
          Así, hay en la historia del narrador diagético suficientes datos, juicios y observaciones para justificar las otras tres visiones que tienen los tres narradores extradigéticos de la historia.
          De este modo, la visión del criminal, del personaje “no tan olvidadizo ni atontado” del transcriptor aparece en la historia: por ejemplo, aunque Pascual aparece como más cobarde que poco tonto, la forma que este ataca a Zacarías y al Estirao, por ejemplo, demuestran instinto calculador; y, también, la forma que Pascual justifica sus crímenes: Al Estirao porque ofende la memoria de la esposa muerta (“¿Entonces”, le pregunta a Pascual, Lola “me quería?”, p. 130); a la madre, porque cuando se retiraba, con el cuchillo en la mano, la madre se despertó: “Entonces sí que ya no tenía solución (si no matarla)”, p. 156.
          La visón de Pascual como “manso cordero acorralado y asustado por la vida” del presbítero también tiene justificación en la historia. La vida de Pascual, nos parece decir el narrador diagético, estuvo predeterminada por el medio génerico, social y geográfico. Más aún: Rosario, escribe Pascual, “como no sabía sufrir y callar, como yo, lo resolvía todo a gritos” (p. 34) —Pascual, por lo visto, lo resuelve con la violencia.
          Mientras tanto, la visión de un hombre complicado (implícito) y de cobarde (explícito) de Cesáreo Martín también tiene justificación en la historia. Así, Pascual, por más que éste lo negara, era un cobarde: los dos primeros momentos lo vemos:
          (a) Cuando el Estirao lo desafía (“Si tú fueses el novio de mi hermana, te hubiera matado”, p. 43).
          (b) Cuando éste, a “los veintiocho o treinta años” no se atrevía “a decirle ni una palabra de amores” a Lola (p. 55).
          Esta cobardía crecerá a medida que avanza la historia: como muy bien demuestra Mary Ann Beck, esa cobardía frente a Rafael, el amante de su madre, cuando éste golpea a su hermano Mario (p. 79), está presente cuando éste hiere a Zacarías, cuando Zacarías menos lo estaba esperando. En cuanto a las complejidades del personaje, basta recordar las palabras de Paul llie, en la obra ya mencionada, Pascual tiene una “personalidad compleja”: es cruel e irracional, tierno y delicado a la vez (p. 36).
          En fin, como indica Beck, Cela forja “una imagen íntegra de Pascual (...) al oscilar entre lo claro y lo oscuro de la personalidad de Pascual, no tenemos más remedio que aceptar que éste se compone de dos caras: una de ‘cordero’ (recuérdese las palabras del presbítero: ‘manso cordero’) y otra de ‘hiena’” (p. 79).



 
 

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