Un artista, un domingo de marzo
Atardecer sobre la isla de Manhattan y el East River
(13 de marzo de 2005)
El artista se levantó temprano, dispuesto a crear,
finalmente, su obra maestra. No sabía cómo enfrentar la pantalla de
la computadora o el lienzo en blanco, así que se sentó al lado de la
ventana y empezó a contemplar el horizonte, lejano, hermético. Vio
cuando el sol empezó a aparecer en el horizonte, tiñendo de dorado
los tejados de las casas y los edificios de Queens y de Brooklyn.
Cuando ya el color dorado era dueño de los tejados, pensó que
sus mejores obras las había escritos o pintados en su imaginación,
en las noches de insomnio, que eran muchas, y en sus momentos de
meditación, que eran menos. Pensó también en las clases de Thomas
Nagel, en la universidad, donde aprendió que era inútil tratar de
ver las cosas desde el punto de vista de un murciélago, ya que uno
nunca ha sido un murciélago ni nunca podría serlo. Decidió, de todas
maneras, que trataría de sentir cómo era vivir sin dinero, ya que
toda la vida lo había tenido. Mejor empezar con un día sin dinero,
pensó. Fue al armario y escondió su dinero en efectivo y todas sus
tarjetas de banco y de créditos.
Para el desayuno, preparó una ensalada de frutas. Pero estas
cosas costaban dinero, pensó. Se lo perdonó porque si viviera en el
campo, estas cosas las sembraría y no le costarían un centavo.
Al mediodía, seguía sin ideas para su obra maestra. Preparó
un bocadillo de queso, y cuando pensó que las cosas costaban dinero,
también se lo perdonó. Siguió pensando en qué consistiría su obra
maestra.
En la tarde, decidió viajar a la ciudad de Manhattan. Como no
tenía dinero ni podía viajar en autobús o en el metro, tendría que
caminar. Como antes lo había hecho, y no necesariamente por la falta
de dinero, empezó a caminar sobre el puente Williamburg. Como
siempre lo hacía, admiró la estructura del puente, la vista de
Maniatan (a la derecha, el edificio Empire State como una estatua de
cemento; a la izquierda, el imperio del dinero). No sabe si por esto
último o por el paso del metro que también usaba el puente en ese
momento, pensó que el capitalismo había sido la mejor y peor
aportación de los judíos a la cultura occidental.
Una vez cruzó el puente, continuó caminando por Delancey. La
gente circulaba por la calle, muchas que venían de compras y otras
que iban, y a él le parecieron lejanas, frías, grises. Pero decidió
no pensar en ellas, porque quería seguir pensando en su obra de
arte. Dobló a la derecha en la calle Essex, sin razón alguna, ya que
no tenía ni idea a dónde iba o qué buscaba. Antes de llegar a la
calle Houston Este, vio lo que parecía una pareja dispareja: una
mujer alta, elegante, con una piel tan blanca como la nieve, y un
hombrecito gordo, con un rostro casi hostil. Ah, los rusos, se dijo,
y no pensó necesariamente en la literatura o la música rusa. Pero
eso no era material para su obra de arte. Fue entonces que sintió el
deseo de orinar. Como no tenía dinero, no podía entrar a un café o a
un bar, ordenar algo, usar el baño y si te vi no te recuerdo. Pero
siguió caminando.
Como saben aquellos que conocen Alphabet City o la Ciudad
Alfabética (porque las avenidas llevan nombres de letras, como
avenida A, avenida B), la calle Essex, después de Houston, es
avenida A. Es así como el parque Plaza Tompkins tiene de un lado a
la avenida A y en el otro, la avenida B. Pero estas cosas no tienen
mucha importancia. Sí tienen importancia que cuando pasaba por el
parque, el artista vio una mujer que salía precisamente del parque,
en una bicicleta de montañas. Iba en tights que, al ir bien
pegado al cuerpo, definían su cuerpo perfecto. Ah, pensó, el cuerpo
femenino. Pero no, no era original y, además, quería producir una
obra verdaderamente de valor artístico.
Ya el deseo de orinar era insoportable. Arrió sus pasos
cuando llegó a la Calle Catorce, la cruzó rápidamente y dobló a la
izquierda. También cruzó la Primera Avenida y casi corrió hasta la
entrada de emergencia del hospital Beth Israel. Por suerte, no había
nadie en el baño. Cuando orinó, sintió un alivio profundo, como si a
su alma le hubieran quitado un peso enorme, gigante.
Caminó de regreso a la Primera Avenida, y dobló a la
izquierda. Entonces pensó en qué consistiría su obra maestra: una
roja maleta de ruedas que viaja sur por la Quinta Avenida. Esta
maleta tenía las etiquetas y afiches de las ciudades más importantes
del momento: Madrid, Moscow, Nueva York, Paris… Cuando la maleta
llega a las intersecciones de la Quinta Avenida, Calle 23 y
Broadway, no sabe qué dirección tomar: la 34, a la izquierda, hacia
el este, donde el East River la esperaba con toda la paciencia de la
eternidad; la derecha, hacia el oeste, donde la prisa de los
transeúntes era superada sólo por la impaciencia de los conductores,
y, más allá, la vista de New Jersey, majestuosa pero fría; moverse
un poco hacia la izquierda, y bajar por Broadway, donde la esperaba
Times Square, paciente, con turistas y uno que otro artista, como
él, con nada que pintar o contar.
Pronto descartó la idea. Nada original. Si no, ver una
película de Buñuel, una pintura de Dalí o de Giorgio de Chirico o,
simplemente, leer un poema de Eluard o Denos.
Ya había llegado a la Calle 23. Impulsivamente dobló a la
izquierda y empezó a caminar hacia el otro lado de la ciudad. Cuando
llegó a la intersección de Broadway y la 23, a pocos pasos de la
Quinta Avenida, optó por confrontar la decisión de la maleta
surrealista, y dobló a la izquierda.
A partir de la Calle 19, notó que la diferencia en los
automóviles estaciones en ambos lados de Broadway era mayor que
antes. Cada vez eran más lujosos, y ahora había hasta limosinas
estacionadas, con los conductores al volante.
Casi llegando al cine, vio una mujer morena, alta, joven,
delgada, que llevaba un abrigo exótico (definitivamente, la piel de
un tigre africano) y botas lujosas (claramente, la piel de una vaca
de Napa que fue a la China y volvió a la Estados Unidos como un
producto italiano), cruzar Broadway. Cuando ella cruzó la calle,
casi se enfrentaron, y caminaron unos pasos juntos, sin que ella
siquiera notara su presencia. Tan cerca de los ojos, tan lejos de la
vida, recordó. Ella se detuvo justo en la puerta delantera de un
Range Rover del año, negro, que estaba estacionado. Un hombre
blanco, rubio, joven, alto, estaba al volante. El hombre pareció
entretenerse viendo una película en una pequeña pantalla que estaba
en el tablero del vehículo. Cuando él olió el perfume y sintió la
respiración de la mujer, abrió la puerta apresuradamente. Pero la
mujer estaba allí, y parecía una fiera, quizás con la misma furia
que tenía el tigre dueño de la piel que ahora la protegía del frío
de marzo. “¿Qué hacías?”, le gritó. El hombre quiso decir algo, pero
la mujer no le dio tiempo: “No puedes seguir las más simples
instrucciones. No sirves para nada. Eres un inútil”.
Ya algunas personas, en ambos lados de Broadway, habían
reconocido la mujer, y presenciaban la escena. La mujer,
acostumbrada quizás a ser el centro de atención, se dio cuenta.
Sonrió y apreció la presencia de su público; siempre sonriendo,
caminó alrededor del vehículo, hizo su reverencia aprendida en
escuelas de etiquetas, abrió la puerta delantera, y entró. Poco
después, el vehículo se unió al tráfico que se deslizaba rápidamente
por Broadway, aprovechando las luces que en ese momento estaban en
verdes hasta la Calle Catorce.
El artista se dio cuenta que no se había movido. Decidió no
pensar en la escena, porque sabía que algo así no le serviría para
su obra maestra. Así que siguió en dirección del parque de Unión
Square. En la luz de la Calle 17 Este, donde Broadway dobla a la
izquierda, para juntarse con la avenida Park, pero que la calle
misma sigue, ahora con el nombre de Union Square oeste —después de
la calle 14, adquiría otro nombre: University Place—, la luz seguía
verde para los vehículos y roja para los transeúntes.
Cuando la luz cambió, empezó a caminar; pero, antes de
cruzar, sus ojos vieron los ojos de ella: venía en la dirección
opuesta, con otras amigas. Ella le sostuvo la mirada brevemente, con
una sonrisa que vestía hasta el aire de dorado No quiso volverse
para asegurarse si lo seguía mirando. Se sintió feliz, como si
acabara de pintar o escribir su obra maestra, o como si hubiera
descubierto el origen del universo.
Ya no quiso pensar en nada. No volvió a tener conocimiento de
su existencia hasta que se encontró otra vez en el puente de
Williamburg. Entonces se dio cuenta de que pronto se ocultaría el
sol, y que tenía que caminar lo más rápido posible. No percibió los
transeúntes que cruzaban el puente en ambas direcciones o el tren
que en ese momento iba en dirección a Brooklyn.
Tan pronto cruzó el puente, dobló a la izquierda y se dirigió
hacia el río. En la avenida Kent, dobló a la derecha; cuando llegó a
Grand, dobló a la izquierda. Pronto estaba en la pequeña plaza de
donde se podía contemplar la parte baja de la ciudad de Manhattan.
Volvió a ser feliz, porque el sol todavía podía apreciarse sobre el
puente. No había nadie en el banco del centro de la plaza, a orilla
del río, y donde, cuando era posible, solía sentarse. Se sentó, y
concentró su cuerpo y su alma a seguir el paso lento del sol,
primero sobre la otra mitad del puente, después sobre los edificios
del bajo Manhattan.
Cuando el sol finalmente desapareció detrás de los edificios,
se levantó y empezó a caminar hacia la calle Grand. Entonces volvió
a tener deseo de orinar. No había llegado a Bedford cuando sintió
que no podría aguantar hasta que llegara a su casa. Entró en el
primer bar que encontró. Ya se había olvidado de su promesa y de que
hoy iba a ser el día que pintaría o escribiría su obra maestra.
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