Cervantes y el «Quijote»
Atardecer sobre la isla de Manhattan y el East River
(Miércoles, 18 de mayo de 2005)
En lo que va del año, es mucho lo que se ha escrito y se
ha dicho sobre el Quijote de Cervantes. Como cuando una va al
teatro a presenciar a Hamlet, con esa extraordinaria expectativa
para descubrir qué dimensión, qué dirección se le dará a Hamlet, uno lee
los artículos que se escriben sobre el Quijote, esperando una
revelación, una lección nueva, una revelación. Pero no: cuando uno
termina de leerlos percibe que es más probable encontrar algo nuevo
leyendo la novela que leyendo los estudios, los ensayos, los artículos.
Lo que nos hace pensar en aquel ensayo de Jorge Luis Borges, escrito en
1931, y publicado en el libro Discusión, en 1932: “La
supersticiosa ética del lector”. Allí encontramos todo lo que
necesitamos saber sobre ese símbolo que sobrevive buenos y malos
traductores, cuidadosas y descuidadas versiones e, incluso,
extraordinarias e inferiores interpretaciones.
LA SUPERSTICIOSA ÉTICA DEL LECTOR
Jorge Luis Borges
La condición indigente de
nuestras letras, su incapacidad de atraer, han producido una
superstición del estilo, una distraída lectura de atenciones parciales.
Los que adolecen de esa superstición entienden por estilo no la eficacia
o la ineficacia de una página, sino las habilidades aparentes del
escritor: sus comparaciones, su acústica, los episodios de su puntuación
y de su sintaxis. Son indiferentes a la propia convicción o propia
emoción: buscan tecniquerías (la palabra es de Miguel de Unamuno)
que les informarán si lo escrito tiene el derecho o no de agradarles.
Oyeron que la adjetivación no debe ser trivial y opinarán que está mal
escrita una página si no hay sorpresas en la juntura de adjetivos con
sustantivos, aunque su finalidad general esté realizada. Oyeron que la
concisión es una virtud y tienen por conciso a quien se demora en diez
frases breves y no a quien maneje una larga. (Ejemplos normativos de esa
charlatanería de la brevedad, de ese frenesí sentencioso, pueden
buscarse en la dicción del célebre estadista danés Polonio, de Hamlet,
o del Polonio natural, Baltasar Gracián.) Oyeron que la cercana
repetición de unas sílabas es cacofónica y simularán que en prosa les
duele, aunque en verso les agencie un gusto especial, pienso que
simulado también. Es decir, no se fijan en la eficacia del mecanismo,
sino en la disposición de sus partes. Subordinan la emoción a la ética,
a una etiqueta indiscutida más bien. Se ha generalizado tanto esa
inhibición que ya no van quedando lectores, en el sentido ingenuo de la
palabra, sino que todos son críticos potenciales.
Tan recibida es esta superstición que nadie se atreverá a admitir
ausencia de estilo, en obras que lo tocan, máxime si son clásicas. No
hay libro bueno sin su atribución estilística, de la que nadie puede
prescindir —excepto su escritor. Séanos ejemplo el Quijote. La
crítica, española, ante la probada excelencia de esa novela, no ha
querido pensar que su mayor (y tal vez único irrecusable) valor fuera el
psicológico, y le atribuye dones de estilo, que a muchos parecerán
misteriosos. En verdad, basta revisar unos párrafos del Quijote
para sentir que Cervantes no era estilista (a lo menos en la presente
acepción acústico-decorativa de la palabra) y que le interesaban
demasiado los destinos de Quijote y de Sancho para dejarse distraer por
su propia voz. La Agudeza y arte de ingenio de Baltasar Gracián
–tan laudativa de otras prosas que narran, como la del Guzmán de
Alfarache– no se resuelve a acordarse de Don Quijote. Quevedo
versifica en broma su muerte y se olvida de él. Se objetará que los dos
ejemplos son negativos; Leopoldo Lugones, en nuestro tiempo, emite un
juicio explícito: “El estilo es la debilidad de Cervantes, y los
estragos causados por su influencia han sido graves. Pobreza de color,
inseguridad de estructura, párrafos jadeantes que nunca aciertan con el
final, desenvolviéndose en convólvulos interminables; repeticiones,
falta de proporción, ese fue el legado de los que no viendo sino en la
forma la suprema realización de la obra inmortal, se quedaron royendo la
cáscara cuyas rugocidades escondían la fortaleza y el sabor” (El
imperio jesuítico, página 59). También nuestro Groussac: “Si han de
describirse las cosas como son, deberemos confesar que una buena mitad
de la obra es de forma por demás floja y desaliñada, la cual harto
justifica lo del humilde idioma que los rivales de Cervantes le
achacaban. Y con esto no me refiero única ni principalmente a las
impropiedades verbales, a las intolerables repeticiones o retruécanos ni
a los retazos de pesada grandilocuencia que nos abruman, sino a la
contextura generalmente desmayada de esa prosa de sobremesa” (Crítica
literaria, página 41). Prosa de sobremesa, prosa conversada y no
declamada, es la de Cervantes, y otra no le hace falta. Imagino que esa
misma observación será justiciera en el caso de Dostoievski o de
Montaigne o de Samuel Butler.
Esta vanidad del estilo se ahueca en otra más patética vanidad, la
de la perfección. No hay un escritor métrico, por casual y nulo que sea,
que no haya cincelado (el verbo suele figurar en su conversación) su
soneto perfecto, monumento minúsculo que custodia su posible
inmortalidad, y que las novedades y aniquilaciones del tiempo deberán
respetar. Se trata de un soneto sin ripios, generalmente, pero que es un
ripio todo él: es decir, un residuo, una inutilidad. Esa falacia en
perduración (Sir Thomas Browne:
Urn Burial) ha sido formulada y recomendada por Flaubert en esta
sentencia: La corrección (en el sentido más elevado de la palabra) obra
con el pensamiento lo que obraron las aguas de la Estigia con el cuerpo
de Aquiles: lo hacen invulnerable e indestructible (Correspondance,
II, pág. 199). El juicio es terminante, pero no ha llegado hasta mí
ninguna experiencia que lo confirme. (Prescindo de las virtudes tónicas
de la Estigia; esa reminiscencia infernal no es un argumento, es un
énfasis.) La página de perfección, la página de la que ninguna palabra
puede ser alterada sin daño, es la más precaria de todas. Los cambios
del lenguaje borran los sentidos laterales y los matices; la página
“perfecta” es la que consta de esos delicados valores y la que con
facilidad mayor se desgasta. Inversamente, la página que tiene, vocación
de inmortalidad puede atravesar el fuego de las erratas, de las
versiones aproximativas, de las distraídas lecturas, de las
incomprensiones, sin dejar el alma en la prueba. No se puede impunemente
variar (así lo afirman quienes restablecen su texto) ninguna línea de
las fabricadas por Góngora; pero el Quijote gana póstumas batallas
contra sus traductores y sobrevive a toda descuidada versión. Heine, que
nunca lo escuchó en español, lo pudo celebrar para siempre. Más vivo es
el fantasma alemán o escandinavo o indostánico del Quijote que los
ansiosos artificios verbales del estilista.
Yo no quisiera que la moralidad de esta comprobación fuera
entendida como de desesperación o nihilismo. Ni quiero fomentar
negligencias ni creo en una mística virtud de la frase torpe y del
epíteto chabacano. Afirmo que, la voluntaria emisión de esos dos o tres
agrados menores –distracciones oculares de la metáfora, auditivas del
ritmo y sorpresivas ele la interjección o el hipérbaton– suele probarnos
que la pasión del tema tratado manda en el escritor, y eso es todo. La
asperidad de una frase le es tan indiferente a la genuina literatura
como su suavidad. La economía prosódica no es menos forastera del arte
que la caligrafía o la ortografía o la puntuación: certeza que los
orígenes judiciales de la retórica y los musicales del canto nos
escondieron siempre. La preferida equivocación de la literatura de hoy
es el énfasis. Palabras definitivas, palabras que postulan sabidurías
adivinas o angélicas o resoluciones de una más que humana firmeza –único,
nunca, siempre, todo, perfección, acabado– son del comerció habitual
de todo escritor. No piensan que decir de más una cosa es tan de
inhábiles como no decirla del todo, y que la descuidada generalización e
intensificación es una pobreza y que así la siente el lector. Sus
imprudencias causan una depreciación del idioma. Así ocurre en francés,
cuya locución Je suis navré suele significar No iré a tomar el
té con ustedes, y cuyo aimer ha sido rebajado a gustar.
Ese hábito hiperbólico del francés está en su lenguaje escrito asimismo:
Paul Valéry, héroe de la lucidez que organiza, traslada unos olvidables
y olvidados renglones de Lafontaine y asevera de ellos (contra alguien):
ces plus beaux vers du monde (Variété, 84).
Ahora quiero acordarme del porvenir y no del pasado. Ya se
practica la lectura en silencio, síntoma venturoso. Ya hay lector
callado de versos. De esa capacidad sigilosa a tina escritura puramente
ideográfica –directa comunicación de experiencias, no de sonidos– hay
una distancia incansable, pero siempre menos dilatada que el porvenir.
Releo estas negaciones y pienso: Ignoro si la música sabe desesperar de
la música y si el mármol del mármol, pero la literatura es un arte que
sabe profetizar aquel tiempo en que habrá enmudecido, y encarnizarse con
la propia virtud y enamorarse de la propia disolución y cortejar su fin.
1931
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