Susan Sontag en español
La revista Ñ (el suplemento cultural del diario
argentino Clarín), publica hoy la traducción Aurelio Major del
artículo de Susan Sontag (EU, 1933) sobre la fotografía y la sociedad.
El artículo, a propósito de las fotografías de las torturas en la cárcel
de Abu Ghraib in Irak, va más allá del cuestionamiento de la guerra en
el país árabe, más allá del análisis de la fotografía como
representación limitada de la realidad. Nos confronta con otra realidad:
la aceptación de la brutalidad en nuestra vida cotidiana.
FOTOGRAFIA Y SOCIEDAD
Imágenes torturadas
SUSAN SONTAG
Durante mucho tiempo —al menos seis decenios— las fotografías han
sentado las bases sobre las que se juzgan y recuerdan los conflictos
importantes. El museo de la memoria es ya sobre todo visual. Las
fotografías ejercen un poder incomparable en determinar lo que
recordamos de los acontecimientos, y ahora parece probable que en
definitiva la gente por doquier asociará la vil guerra preventiva que
Estados Unidos ha librado en Irak el año pasado con las fotografías de
la tortura de los prisioneros iraquíes en la más infame cárcel de Sadam
Hussein, Abu Ghraib.
El gobierno de Bush y sus defensores se han empeñado sobre todo en
contener un desastre de relaciones públicas —la difusión de las
fotografías— más que en enfrentar los complejos crímenes políticos y de
mando que revelan estas imágenes. En primer lugar, el reemplazo de la
realidad con las propias fotografías. La reacción inicial del gobierno
consistió en afirmar que el presidente estaba indignado y asqueado con
las imágenes: como si la falta o el horror recayera en ella, no en lo
que exponen. También se evitó la palabra tortura. Es posible que los
prisioneros hayan sido objeto de “maltrato”, en última instancia de
“humillaciones”: eso era lo más que se estaba dispuesto a reconocer. “Mi
impresión es que las acusaciones hasta ahora han sido de 'maltrato', lo
cual me parece que es distinto en sentido técnico a tortura —afirmó en
una conferencia de prensa el Ministro de Defensa Donald Rumsfeld—. Y por
lo tanto no pronunciaré la palabra tortura.”
Las palabras alteran, las palabras añaden, las palabras quitan. Que se
evitara tenazmente la palabra “genocidio”, mientras más de ochocientos
mil tutsis de Ruanda eran masacrados en unas cuantas semanas por sus
vecinos hutus hace diez años, demostró que el gobierno estadounidense no
tenía intención alguna de hacer algo al respecto. Negarse a llamar
tortura a lo que sucedió en Abu Ghraib —y en otras cárceles de Irak y
Afganistán, y en el “Campamento Rayos X” de la bahía de Guantánamo— es
tan indignante como negarse a llamar genocidio a lo sucedido en Ruanda.
Esta es la definición usual de tortura que consta en las leyes y
tratados internacionales de los que Estados Unidos es signatario: “todo
acto por el cual se inflija intencionadamente a una persona dolores o
sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener
de ella o de un tercero información o una confesión”. (La definición
proviene de la Convención Contra la Tortura y Otros Tratos o Penas
Crueles, Inhumanos o Degradantes de 1984, y está presente más o menos
con la mismas palabras en leyes consuetudinarias y tratados previos,
desde el artículo tercero común a las cuatro convenciones de Ginebra de
1949 y en numerosos convenios recientes sobre derechos humanos, como el
Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y las Convenciones
europeas, africanas e interamericanas de Derechos Humanos.). En la
Convención de 1984 se declara expresamente que “en ningún caso podrán
invocarse circunstancias excepcionales, tales como estado de guerra o
amenaza de guerra, inestabilidad política interna o cualquier otra
emergencia pública, como justificación de la tortura”. Y todos los
convenios sobre tortura especifican que ésta incluye los tratos que
pretenden humillar a las víctimas, como abandonar a los prisioneros
desnudos en celdas y corredores.
Cualesquiera que sean las acciones que emprenda este gobierno para
contener los daños a causa de las crecientes revelaciones de torturas a
prisioneros en Abu Ghraib y otros lugares —procesos, juicios militares,
inhabilitaciones deshonrosas, renuncia de altos cargos militares y de
los funcionarios del gabinete responsables, e importantes compensaciones
a las víctimas— es probable que la palabra “tortura” siga estando
vedada. El reconocimiento de que los estadounidenses torturan a sus
prisioneros refutaría todo lo que este gobierno ha procurado que la
gente crea sobre las virtuosas intenciones estadounidenses y la
universalidad de sus valores, lo cual es la esencial justificación
triunfalista del derecho estadounidense a emprender acciones
unilaterales en el escenario mundial en defensa de sus intereses y
seguridad.
Incluso cuando el presidente fue al fin obligado, mientras el perjuicio
a la reputación del país se extendía y ahondaba en todo el mundo, a
enunciar la palabra “perdón”, el foco del arrepentimiento aún parecía la
lesión a la pretendida superioridad moral estadounidense, a su objetivo
hegemónico de traer “la libertad y la democracia” al ignorar Oriente
Medio. Sí, el señor Bush afirmó, de pie junto al rey Abdulah II de
Jordania el 6 de mayo en Washington, que lamentaba “la humillación que
han sufrido los prisioneros iraquíes y la humillación que han sufrido
sus familias”. Aunque, continuó, “lamento igualmente que la gente no
comprendiera al ver estas imágenes el auténtico carácter y corazón de
Estados Unidos”.
Que el empeño estadounidense en Irak quede compendiado en estas imágenes
debe de parecer, entre los que hallaron alguna justificación para una
guerra que en efecto derrocó a uno de los tiranos monstruosos del siglo
XX, “injusto”. Una guerra, una ocupación, es inevitablemente un enorme
entramado de acciones. ¿Qué hace que algunas sean y otras no sean
representativas? La cuestión no es si la tortura fue obra de unos
cuantos individuos (en lugar de “todos”) —todas las acciones las
realizan individuos— sino si fue sistemática. Autorizada. Condonada. Fue
todo lo antedicho. El punto no es si la mayoría o una minoría de
estadounidenses ejecutan tales acciones, sino si la naturaleza de las
políticas que propugna este gobierno y la jerarquía desplegada a fin de
consumarlas hace que estas acciones resulten más probables.
Así consideradas, las fotografías somos nosotros.
Es decir, son representativas de las singulares políticas de este
gobierno y de las corrupciones fundamentales del dominio colonial. Los
belgas en el Congo, los franceses en Argelia, cometieron atrocidades
idénticas y sometieron a los despreciados y renuentes nativos con
torturas y humillaciones sexuales. Añádase a esta corrupción
generalizada la desconcertante y casi absoluta falta de preparación de
los dirigentes estadounidenses en Irak para hacer frente a las
realidades complejas de un país tras su “liberación”, es decir, su
conquista. Y añádanse las doctrinas globales del gobierno de Bush, a
saber, que Estados Unidos se ha enfrascado en una guerra sin fin (contra
un enemigo proteico llamado “terrorismo”) y que aquellos detenidos en
esta guerra son, si el Presidente lo decide así, “combatientes ilegales”
—una política que enunció Donald Rumsfeld desde enero de 2002— y por lo
tanto en “sentido técnico”, como afirmó Rumsfeld, “no tienen derechos”
que ampare la Convención de Ginebra, y se tiene la receta perfecta para
las crueldades y los crímenes cometidos contra miles de prisioneros sin
cargos y asesoría legal en cárceles gestionadas por estadounidenses y
establecidas desde los atentados del 11 de septiembre de 2001.
Así, pues, ¿la cuestión central no son las propias fotografías sino la
revelación de lo ocurrido a los “sospechosos” arrestados por Estados
Unidos? No: el horror mostrado en las fotografías no puede aislarse del
horror del acto de fotografiar, mientras los perpetradores posan,
recreándose, junto a sus cautivos indefensos. Los soldados alemanes en
la Segunda Guerra Mundial fotografiaron las atrocidades cometidas en
Polonia y Rusia, pero las instantáneas en que los verdugos se colocan
junto a las víctimas son muy infrecuentes, como puede apreciarse en un
libro de reciente publicación, Photographing the Holocaust (“Fotografiar
el Holocausto”) de Janina Struk. Si existe algo comparable a lo expuesto
en estas imágenes serían algunas de las fotos de las víctimas negras de
linchamientos efectuados entre 1880 y los años treinta, que muestran la
sonrisa de estadounidenses pueblerinos bajo el cuerpo desnudo y mutilado
de un hombre o una mujer colgados de un árbol. Las fotografías de
linchamientos eran recuerdos de una acción colectiva cuyos participantes
sintieron su conducta del todo justificada. Así son las fotografías de
Abu Ghraib.
Si hubiera alguna diferencia, sería la diferencia creada por la
creciente ubicuidad de las acciones fotográficas. Las imágenes de los
linchamientos correspondían a su carácter de trofeo: efectuadas por un
fotógrafo cuyo fin era reunirlas y almacenarlas en álbumes; convertirlas
en tarjetas postales; exhibirlas. Las fotografías que hicieron los
soldados estadounidenses en Abu Ghraib reflejan un cambio en el uso que
se hace de las imágenes: menos objeto de conservación que mensajes que
han de circular, difundirse. La mayoría de los soldados poseen una
cámara digital. Si antaño fotografiar la guerra era terreno de los
periodistas gráficos, en la actualidad los soldados mismos son todos
fotógrafos —registran su guerra, su esparcimiento, sus observaciones
sobre lo que les parece pintoresco, sus atrocidades—, se intercambian
imágenes y las envían por correo electrónico a todo el mundo.
Cada vez hay más registros de lo que la gente hace, por su cuenta. Al
menos, o sobre todo en Estados Unidos, el ideal de Andy Warhol de rodar
hechos reales en tiempo real —si la vida no está montada ¿por qué
debería montarse su registro?— se ha vuelto la norma de millones de
transmisiones por Internet, en las que la gente graba su jornada, cada
cual en su propio reality show. Aquí me tenéis: despertando, bostezando,
desperezándome, cepillándome los dientes, preparando el desayuno,
enviando a los chicos al colegio. La gente plasma todos los aspectos de
su vida, los almacena en archivos de ordenador, y luego los envía por
doquier. La vida familiar acompaña al registro de la vida familiar;
incluso cuando, o sobre todo cuando, la familia está en medio de la
crisis y el descrédito. Sin duda la incesante entrega a la
videograbación doméstica mutua, en conversación o en monólogo, durante
muchos años, fue el material más asombroso de Capturing the Friedmans
(2003), el documental de Andrew Jarecki sobre una familia de Long Island
implicada en acusaciones de pederastia.
La vida erótica es, cada vez para más personas, lo que se puede capturar
en las fotografías o el video digital. Y acaso la tortura resulta más
atractiva, a fin de registrarla, cuando tiene un cariz sexual. Sin duda
es revelador, a medida que más fotografías de Abu Ghraib se presentan a
la luz pública, que las fotografías de las torturas se intercalan con
imágenes pornográficas: de soldados estadounidenses manteniendo
relaciones sexuales entre ellos, así como con prisioneros iraquíes, y de
la coerción ejercida sobre estos presos para que ejecuten, o simulen,
actos sexuales recíprocos. De hecho, el tema de casi todas las
fotografías de torturas es sexual. (Salvo la imagen, ya canónica, del
individuo obligado a permanecer de pie sobre una caja, encapuchado y al
que le brotan cables, quizás advertido de que si cae será
electrocutado.) Con todo, las imágenes de prisioneros atados muchas
horas en posiciones dolorosas, o forzados a permanecer de pie otras
tantas, con los brazos en alto, son más o menos infrecuentes. No hay
duda de que se consideran como tortura: basta ver el terror en el rostro
de la víctima. Pero casi todas las imágenes parecen formar parte de una
más amplia confluencia de la tortura con la pornografía: una joven que
guía a un hombre desnudo con una correa es clásica imaginería de
dominación. Y cabe preguntarse en qué medida las torturas sexuales
infligidas a los internos de Abu Ghraib hallaron su inspiración en el
vasto repertorio de imaginería pornográfica disponible en Internet y que
pretenden emular las personas que hoy se transmiten a sí mismas por red.
Vivir “es ser fotografiado”, poseer el registro de la propia vida, y,
por lo tanto, seguir viviendo, sin reparar, o aseverando que no se
repara, en las continuas cortesías de la cámara; o detenerse y posar.
Actuar es participar en la comunidad de las acciones registradas como
imágenes. La expresión de complacencia ante las torturas infligidas a
víctimas indefensas, atadas y desnudas, es sólo parte de la historia.
Hay una complacencia primordial en ser fotografiado, a lo cual no se
tiende a reaccionar hoy día con una mirada fija, directa y austera (como
antaño), sino con regocijo. Los hechos están en parte concebidos para
ser fotografiados. La sonrisa es una sonrisa dedicada a la cámara. Algo
faltaría si, tras apilar a hombres desnudos, no se les pudiera hacer una
foto.
Al mirar estas imágenes, cabe preguntarse ¿cómo puede alguien sonreír
ante los sufrimientos y la humillación de otro ser humano? ¿Situar
perros guardianes frente los genitales y las piernas de prisioneros
desnudos encogidos de miedo? ¿Violar y sodomizar a los prisioneros?
¿Forzar a prisioneros con capucha y grilletes a masturbarse o a cometer
actos sexuales entre ellos? Y da la impresión de que es una pregunta
ingenua, pues la respuesta es, evidentemente: las personas hacen esto a
otras personas. La violación y el dolor infligido a los genitales están
entre las formas de tortura más comunes. No sólo en los campos de
concentración nazi y en Abu Ghraib cuando lo gestionaba Sadam Hussein.
Los estadounidenses, también, lo han hecho y lo siguen haciendo, cuando
se les dice o se les incita a sentir que aquellos sobre los cuales
ejercen un poder absoluto merecen el maltrato, la humillación, el
tormento. Cuando se les lleva a creer que la gente a la que torturan
pertenece a una religión o raza inferior y despreciable. Pues la
significación de estas imágenes no consiste sólo en que se ejecutaron
estos actos, sino en que sus perpetradores no supusieron nada condenable
en lo que muestran las imágenes. Y lo más detestable, pues se pretendía
que las fotos circularan y mucha gente las viera, es que todo eso había
sido divertido. Y esta noción de esparcimiento es, por desgracia —y
contrariamente a lo que el señor Bush le cuenta al mundo—, cada vez más
parte “de la verdadera naturaleza y el corazón de Estados Unidos”.
Es difícil evaluar la creciente aceptación de la brutalidad en la vida
estadounidense, pero las pruebas están por doquier, desde los
videojuegos de asesinatos que son el espectáculo principal de los chicos
—¿cuánto tardará el videojuego “Interroga a los terroristas”?—, hasta la
violencia ya endémica en los ritos grupales de la juventud en un acceso
de euforia. Los crímenes violentos están en baja, si bien ha aumentado
el fácil regodeo en la violencia. Desde los rudos vejámenes infligidos a
los alumnos recién llegados en numerosos bachilleratos de las
urbanizaciones estadounidenses —retratadas en la película de Richard
Linklater “Dazed and Confused” (Jóvenes desorientados, 1993)—, hasta las
novatadas rituales con brutalidades físicas y humillaciones sexuales
institucionalizadas en las escuelas, universidades y equipos deportivos,
Estados Unidos se ha convertido en un país en el que las fantasías y la
ejecución de la violencia se tienen por un buen espectáculo, por
diversión.
Lo que antaño se apartaba como pornográfico, como ejercicio de extremos
anhelos sadomasoquistas —como en la última y casi insoportable película
de Pasolini, Saló (1975), que exhibe orgías de suplicios en un reducto
fascista del norte italiano en las postrimerías de la época de
Mussolini—, en la actualidad se normaliza, por los apóstoles de los
nuevos Estados Unidos belicosos e imperiales, como una animada travesura
y desahogo. “Apilar hombres desnudos” es como una travesura de
fraternidad universitaria, afirmó un oyente a Rush Limbaugh y a veinte
millones de estadounidenses que escuchan su programa radiofónico. Cabe
preguntar si el que llamó había visto las fotografías. No importa. La
observación, ¿o acaso la fantasía?, es muy acertada. Lo que tal vez aún
pueda escandalizar a algunos estadounidenses fue la respuesta de
Limbaugh: “¡Exacto! —exclamó—. Justo lo que digo. No es muy distinto de
lo que ocurre en una iniciación de Skull and Bones. Vamos a arruinar la
vida de unas personas por eso y a entorpecer nuestros esfuerzos
militares y luego vamos a cascarlos a ellos en serio porque se lo
pasaron bomba”. “Ellos” son los soldados estadounidenses, los
torturadores. Y Limbaugh continuó: “Vamos, a esta gente le están
disparando todos los días. Estoy hablando de estas personas, de gente
que lo está pasando bien. ¿Qué nadie recuerda lo que es una descarga
emocional?”
Es probable que buena parte de los estadounidenses prefiera pensar que
está bien torturar y humillar a otros seres humanos —los cuales, en
calidad de enemigos putativos o presuntos, han perdido todos sus
derechos— que reconocer el disparate, la ineptitud y el timo de la
aventura estadounidense en Irak. En cuanto a la tortura y la humillación
como diversión, parece que hay poco que oponer a esta tendencia mientras
Estados Unidos se convierte en un Estado de guarniciones, en el que los
patriotas se definen como respetuosos incondicionales del poderío
militar y en el que se necesita el máximo de vigilancia en el interior.
Conmoción y pavor fue lo que nuestros militares prometieron a los
iraquíes que se resistieran a los libertadores estadounidenses. Y
conmoción y horror es lo que han transmitido los estadounidenses según
pregonan al mundo estas fotografías: una pauta de conducta criminal que
desafía y desprecia manifiestamente las convenciones humanitarias
internacionales. Hoy día los soldados posan, con pulgares aprobatorios,
ante las atrocidades que cometen, y envían fotografías a sus compañeros
y familiares. ¿Debería sorprendernos siquiera? La nuestra es una
sociedad en la cual antaño habríamos hecho lo imposible por ocultar los
secretos de la vida privada, pero que en la actualidad clamamos por una
invitación para revelarlos en un programa de televisión. Lo que estas
fotografías ilustran es tanto la cultura de la desvergüenza como la
reinante admiración a la brutalidad contumaz.
La noción de que las “disculpas” o las profesiones de “repugnancia” o
“aborrecimiento” por parte del presidente y el Ministro de Defensa son
respuesta suficiente a la tortura sistemática de los prisioneros
revelada en Abu Ghraib es un ultraje a nuestro sentido moral e
histórico. La tortura de prisioneros no es una aberración. Es la
consecuencia directa de una ideología global de lucha en la que “estás
conmigo o en mi contra” y con la que el gobierno de Bush ha procurado
cambiar, cambiar de modo radical, la postura internacional de Estados
Unidos y refundir muchas instituciones y prerrogativas nacionales. El
gobierno de Bush ha empeñado al país en una doctrina bélica seudo
religiosa, de guerra sin fin; pues la “guerra contra el terror” no es
más que eso. Lo que ha sucedido en el nuevo imperio carcelario
internacional que gestiona el ejército estadounidense excede incluso los
escandalosos procedimientos de la Isla del Diablo francesa o el sistema
del Gulag de la Rusia soviética, ya que en el caso de la colonia penal
francesa hubo, primero, juicios y sentencias, y en el del imperio
penitenciario ruso cargos de algún tipo y una sentencia que duraba años
explícitos. La guerra sin fin se emplea para justificar encarcelamientos
sin fin: sin cargos, sin revelar el nombre de los prisioneros o
facilidades para que se comuniquen con sus familias o abogados, sin
juicios, sin sentencias. Los detenidos en el alegal imperio
penitenciario estadounidense son “detenidos”; “prisioneros”, una palabra
recientemente obsoleta, podría suponer que tienen derechos conferidos
por las leyes internacionales y la ley de todos los países civilizados.
Esta “Guerra Global Contra el Terror” —en la cual se han mezclado por
decreto del Pentágono tanto la justificable invasión de Afganistán y
como el irreducible disparate en Irak— acarrea inevitablemente la
deshumanización de todo aquel que el gobierno de Bush declara posible
terrorista: una definición indiscutible y que casi siempre se adopta en
secreto.
Puesto que las imputaciones contra la mayoría de las personas detenidas
en las prisiones iraquíes y afganas son inexistentes —el Comité
Internacional de la Cruz Roja informa que entre setenta y noventa por
ciento de los recluidos no parece haber cometido otro delito más que el
de encontrarse en el sitio y momento inoportunos, capturados en alguna
redada de “sospechosos”—, la justificación principal para retenerlos es
el “interrogatorio”. ¿Interrogarlos sobre qué? Sobre cualquier cosa. Lo
que el detenido pueda llegar a saber. Si el interrogatorio es el motivo
por el cual se detiene a los prisioneros indefinidamente, entonces la
coerción física, la humillación y la tortura resultan inevitables.
Recuérdese: no nos referimos a una situación extraordinaria, al
escenario de una “bomba de efecto retardado”, lo cual a veces se aduce
como caso límite para justificar la tortura de prisioneros que están al
tanto de un atentado inminente. Se trata del acopio de información no
específica o general autorizado por militares estadounidenses y
funcionarios civiles a fin de saber más del indefinido imperio de
malhechores sobre el que Estados Unidos casi nada sabe, en países acerca
de los cuales es especialmente ignorante: en principio, toda
“información” cualquiera podría ser útil. Un interrogatorio que no
produjera información (no importa en qué consista) se consideraría un
fracaso. Por ello se justifica aún más la preparación de los prisioneros
para que hablen. Ablandarlos, presionarlos: éstos suelen ser los
eufemismos de las costumbres bestiales que han cundido en las cárceles
estadounidenses donde están recluidos los “sospechosos de terrorismo”.
Al parecer, infortunadamente, poco más que unos cuantos fueron
“presionados” demasiado y murieron.
Las imágenes no desaparecerán. Es la naturaleza del mundo digital en que
vivimos. En efecto, parecen haber sido necesarias para que los
dirigentes estadounidenses reconocieran que tenían un problema entre las
manos. Con todo, el informe remitido por el Comité Internacional de la
Cruz Roja y otros informes periodísticos y protestas de organizaciones
humanitarias sobre los castigos infligidos a los “detenidos” y
“sospechosos de terrorismo” en las prisiones gestionadas por soldados
estadounidenses, han estado circulando durante más de un año. Es
improbable que el señor Bush o el señor Cheney, la señora Rice o el
señor Rumsfeld hayan leído esos informes. Al parecer las fotografías
fueron lo que reclamó su atención, cuando resultaba ya patente que no
podían suprimirse; las fotografías hicieron todo esto “realidad” para el
presidente y sus cómplices. Hasta entonces sólo hubo palabras, que
resulta más fácil encubrir, y más fácil olvidar, en la era de nuestra
reproducción y diseminación digital infinitas.
Así pues las fotografías seguirán “asaltándonos”, como están siendo
inducidos a sentir muchos estadounidenses. ¿Se acostumbrará la gente a
ellas? Algunos afirman que ya han visto “suficiente”. No, sin embargo,
el resto del mundo. La guerra sin fin: un torrente sin fin de
fotografías. ¿Los editores de periódicos, revistas y televisoras
estadounidenses discutirán ahora que mostrar otras más, o mostrarlas sin
recortar (lo cual, con algunas de las imágenes más conocidas, procura
una visión diferente y en algunos casos más horrorosa de las atrocidades
cometidas en Abu Ghraib), sería de “mal gusto” o una acción política
manifiesta? Por “político” entiéndase: crítico de la guerra sin fin del
gobierno de Bush. Pues no puede haber duda de que las fotografías
perjudican, como ha testificado el señor Rumsfeld, la reputación de “los
hombres y mujeres honorables de las fuerzas armadas que con valentía,
responsabilidad y profesionalismo están protegiendo nuestras libertades
en todo el mundo”. Este perjuicio —a nuestra reputación, nuestra imagen,
nuestro éxito en cuanto potencia imperial— es lo que deplora sobre todo
el gobierno de Bush. Cómo es que la protección de “nuestras libertades”
—y en este punto se trata sólo de la libertad de los estadounidenses,
cinco por ciento de la población del planeta— precisa del despliegue de
soldados estadounidenses en cualquier país que le plazca (“en todo el
mundo”) es algo que difícilmente se debate entre nuestros funcionarios
elegidos. Estados Unidos se ve a sí mismo como víctima potencial o
futura del terror. Estados Unidos sólo está defendiéndose de enemigos
implacables y furtivos.
La reacción ya se ha hecho sentir. Se aconseja a los estadounidenses no
dejarse llevar por una orgía de reproches. La publicación continuada de
las imágenes está siendo interpretada por muchos estadounidenses como
una indicación de que no tenemos derecho a defendernos. Al fin y al
cabo, ellos (los terroristas, los fanáticos) comenzaron. Ellos —¿Osama
Bin Laden? ¿Sadam Hussein? ¿Qué importa?— nos atacaron primero. James
Inhofe, republicano de Oklahoma y miembro del Comité de las Fuerzas
Armadas del Senado, ante el cual testificó el Ministro de Defensa,
confesó su certidumbre de no ser el único miembro “más indignado por la
indignación” que causó lo que exponen las fotografías. “Se sabe que
estos prisioneros —explicó el senador Inhofe— no están ahí por sanciones
de tráfico. Si estos prisioneros están en el bloque 1—A o 1—B es porque
son asesinos, son terroristas, son insurgentes. Es probable que muchos
tengan las manos manchadas de sangre estadounidense y aquí estamos
preocupados sobre el trato que se le da a estos individuos”. La culpa es
de “los medios” —llamados habitualmente “medios liberales”—, que
provocan, y seguirán provocando, más violencia contra los
estadounidenses en el mundo. “Ellos” se vengarán de “nosotros”. Morirán
más estadounidenses. Por estas fotografías. Y las fotos engendrarán más
fotos: “su” respuesta a las “nuestras”.
Sería un error manifiesto permitir que estas revelaciones sobre la
connivencia militar y civil estadounidense para torturar en la “guerra
mundial contra el terrorismo” se conviertan en la historia de la guerra
de —y contra— las imágenes. No es a causa de las fotografías, sino a
causa de lo que revelan que está sucediendo, sucediendo por orden y
complicidad de una cadena de mando que alcanza los más altos niveles del
gobierno de Bush. Pero la distinción —entre fotografía y realidad, entre
política y manipulación— se puede desvanecer con facilidad. Eso es lo
que espera este gobierno que ocurra.
“Hay muchas más fotografías y videos —reconoció el señor Rumsfeld en su
testimonio—. Si se difunden entre el público, este asunto,
evidentemente, empeorará.” Empeorará para el gobierno y sus programas,
presumiblemente, no para quienes son víctimas potenciales y actuales de
la tortura. Los medios podrían censurarse a sí mismos, como acostumbran.
Pero, según reconoció el señor Rumsfeld, es difícil censurar a los
soldados en ultramar que no escriben, como antaño, cartas a casa que los
censores militares pueden abrir para tachar los fragmentos inaceptables,
sino que se desempeñan como turistas; en palabras del señor Rumsfeld:
“Nos sorprende que vayan por ahí con cámaras digitales tomando
fotografías increíbles, y luego las pasen, al margen de la ley, a los
medios”. Los esfuerzos del gobierno por detener la marea de fotografías
se desarrollan en varios frentes. En la actualidad, el argumento está
adoptando un cariz legalista: las fotografías se clasifican ahora como
“pruebas” en causas futuras, cuyo resultado podría verse afectado si son
dadas a conocer al público. Siempre se sostendrá que las imágenes más
recientes, que según se informa contienen horrendas imágenes de
violencia ejercida contra los prisioneros y humillaciones sexuales, no
han de difundirse. El presidente del Comité de las Fuerzas Armadas del
Senado, el republicano John Warner, después de examinar con otros
legisladores la muestra de diapositivas del 12 de mayo con más horrendas
imágenes de humillación sexual y violencia contra los prisioneros
iraquíes, dijo que en su “enérgica” opinión las fotografías más
recientes “no deberían hacerse públicas. Me parece que podrían poner en
riesgo a los hombres y mujeres de las fuerzas armadas mientras están
prestando su servicio en medio de grandes peligros”.
Pero el impulso más decidido para restringir la disponibilidad de las
fotografías provendrá del empeño incesante en proteger al gobierno de
Bush y encubrir el desgobierno estadounidense en Irak; en equiparar la
“indignación” a causa de las fotografías con una campaña para socavar el
poderío militar estadounidense y los propósitos a los que sirve en la
actualidad. Del mismo modo en que muchos tuvieron por una implícita
crítica de la guerra la transmisión televisada de fotografías de
soldados estadounidenses muertos en el curso de la invasión y ocupación
de Irak, se tendrá cada vez más por antipatriota la propagación de las
nuevas fotografías que mancillen aún más la reputación —es decir, la
imagen— de Estados Unidos.
Con todo, estamos en guerra. Una guerra sin fin. Y la guerra es el
infierno. “No me importa lo que digan los abogados internacionales,
vamos a machacarlos.” (George W. Bush, 11 de septiembre de 2001) Vaya,
sólo nos estamos divirtiendo. En nuestra sala de espejos digital, las
imágenes no se desvanecerán. Sí, al parecer una imagen dice más que mil
palabras. E incluso si nuestros dirigentes prefieren no mirarlas, habrá
miles de instantáneas y vídeos adicionales. Incontenibles.
Copyright ©Susan Sontag, Aurelio Major
(traducción), Clarin
9:46 AM