El secreto de María Elena

Viernes, 3 de junio de 2005Ramón Paredes

 


Atardecer sobre la isla de Manhattan y el East River


         Conocí a María Elena cuando me pasaron al octavo, es decir que entonces tenía doce años. Lo primero que me impresionó de ella fue su cuerpo; pero, después que la conocí mejor, me fascinaba su inocencia y su franqueza. También me gustaba cuando me llamaba “Mores” y cómo siempre decía “qué pena”.
         María Elena tenía quince años y estaba haciendo el octavo por segunda vez. Haciendo el octavo también estaba su tía Urraca, que era dos años menor que ella. Aunque María Elena tenía la estatura adecuada para una muchacha de quince años, su cuerpo era de una mujer. María Elena no podía ser más diferente que su tía. Mientras ella era de piel oscura, ojos marrones, piernas largas, senos grandes y redondos, y además tenía el pelo tan negro que parecía azul marino, su tía Urraca parecía tener once años, no trece: era blanca, de ojos verdes y grises, de pelo ni rubio ni marrón, pequeña, flaca, y ni hablar de las demás cosas.
         Me pasaron el lunes, después de la clase de español. El aula del octavo no era diferente del aula del séptimo: la gran mayoría de los estudiantes tenían sus propias sillas y mesas, marcadas con letras cincelados: Familia Álvarez, Familia Gómez, Familia González, Familia Vargas. También había tres pupitres, que había donado CARE a comienzos de los años sesentas, donde se podían sentar dos o tres estudiantes. Ese día había uno vacío, y allí terminé sentándome.
         Detrás de la escuela, había un patio enorme, donde se agrupaban los estudiantes durante el recreo. Ese lunes estaba en el patio, durante recreo, cuando María Elena y su tía Urraca se me acercaron. No había que ser un genio para notar que Urraca no lo hacía de buena voluntad. “Mores, qué bueno tenerte en el octavo”, dijo María Elena. Y su tía se cruzó de brazos. Después del establecimiento de los enlaces familiares, me preguntó: “¿Quieres un helado?” La oferta me dejó helado, lo cual produjo una sonrisa burlona en Urraca. “Te lo dije”, le dijo. Sí, gracias, muy amable. María Elena empezó a caminar, casi forzando a Urraca a que la siguiera; pero cuando se dio cuenta de que yo no las seguía, se detuvo y me miró: “¿Vienes?” Ah, yo pensaba que. “Mores, ¿no crees que es suficiente que me ofrezca a comprarlo?”
         En el camino, María Elena hacía lo imposible para que yo caminara en el medio de las dos, pero Urraca se la arreglaba para que María Elena terminara en el medio. Pero no fue hasta que llegó el momento de ordenar los helados que casi llegué a mandarla a la mierda. “De qué lo quieres: vainilla, chocolate…”, empezó a decir María Elena. Y qué es exactamente vainilla. “Mira si eres bruto”, dijo Urraca. La miré con rabia. “No le hagas caso, Mores” me dijo María Elena. “Bruto es la palabra favorita de Urraca.”
         Cuando regresamos y entramos al aula, su tía Urraca suspiró. Esto le cayó como una piedra a María Elena. “Mores, me siento contigo”. Bueno, si tú quieres. Recogió sus libros de la mesa marcada “Familia Gómez”, bajo la mirada hiriente de su tía Urraca, y se sentó a mi lado, en el mismo pupitre.
         Ese día fuimos los últimos en salir. Urraca esperaba por María Elena, con los libros sobre el pecho, abrazándolos. Sacudió la cabeza. “Pobrecito”, me dijo, y empezó a caminar. María Elena me dio dos palmaditas en la espalda. “Qué pena que vivimos en direcciones opuestas, ¿verdad?”, me dijo. Sí, verdad. Qué pena. Su tía Urraca la escuchó: “Y que no vivan en la misma casa”. Cuando María Elena la alcanzó, se movió al lado opuesto del camino. Las seguí con la vista, una caminando en un lado del camino y la otra del otro lado.
         El martes, María Elena y Urraca no llegaron juntas. La primera en llegar fue María Elena, y se sentó a mi lado. “Hola, Mores” me dijo, como si lo estuviera diciendo por años. “¿Qué haces?” Estoy completando el crucigrama. “Pero ese es el periódico de ayer.” El maestro Sócrates lo manda a comprar a la ciudad, lo recibe en la tarde, lo lee en la noche y al día siguiente me lo trae para que lo lea. “¿Cómo se completa?” Se lo explicaba cuando llegó Urraca. Ni siquiera nos miró.
         Durante Matemáticas, María Elena volvió a la carga. “¿Puedes enseñarme a completarlo, Mores?” Claro. “¿Y para qué sirve?” Nos va a escuchar el maestro. “¿De veras vas a enseñarme?” Por supuesto. “¿Cuándo?” Cuando quieras. “¿Durante recreo?” Si tú quieres. Así que durante el recreo, nos quedamos en el pupitre. Mientras se lo explicaba, empezó a correr sus dedos por mi cabello —como solía hacerlo mi abuela para ponerme a dormir. Después de las clases, cuando salimos, Urraca no la estaba esperando, de modo que nos quedamos hablando un buen rato. “Qué pena, Mores, que nos tengamos que despedir”.
         La última semana de febrero y la primera de marzo fueron maravillosas. Alcanzamos un nivel extraordinario de intimidad. Durante los recreos, María Elena me peinaba a su manera, a veces haciéndome crinejas. “Una banda y una pluma, y pasas como indio, Mores”. Nos quedábamos hablando después de las clases, entre el camino y la escuela. Un día, me hizo la proposición: un día ella me caminaba hasta la mitad del camino a mi casa; el otro día, yo la caminaba hasta la mitad del camino de su casa. Y cómo iba a decirle que no.
         La segunda semana de marzo pasaron dos cosas que interrumpieron nuestra felicidad. El lunes, Juan Ramón, el hermano menor de mi padre, vino a vivir a casa. Ricardo, un primo de mi madre, lo había empleado como quesero. La fábrica de queso quedaba a menos de treinta metros de la escuela, al otro lado de camino, así que durante recreo, a veces lo visitaba. Aunque me gustaba pasarme tiempo con él, cuando lo visitaba, me perdía de sentir los dedos de María Elena tocándome la cabeza. Y lo lamentaba. El segundo día se lo conté a María Elena. “Pero, Mores, no hay problema. Cuando vayas, vamos juntos”. Claro, ella pensó que lo que lamentaba era no estar con ella. Y yo no aclaré las cosas.
         Tres días después, el viernes, cuando llegaba a la escuela, me encontré con Urraca, con los libros entre su brazo derecho y su pecho. “Quería hacerte una proposición”. Qué tipo de proposición. “¿Por qué tú y María Elena no se sientan conmigo?” Qué se trae ésta ahora. “Lo hago por ella”. Por ella, y yo soy el Papa. Lo que diga María Elena. “Oh, María Elena hará lo que yo diga”. Sí, en tus sueños.
         Cuando María Elena se sentó a mi lado esa mañana, parecía desilusionada. ¿Estás enferma? “¿Te importas que nos sentemos con Urraca, Mores?” Pensé en ése “María Elena hará lo que yo diga”. Pues, la verdad que no sé. ¿Qué tú crees? “Bueno, si tú quieres”. Lo que tú digas. “Qué bueno eres, Mores”. Urraca la ayudó con los libros: los puso en el centro de la mesa, así que yo estaría en un lado y ella en el otro; pero María Elena cogió los libros míos y los puso en el medio. Urraca escogió sus hombros, como tú digas, y se sentó a mi lado.
         Apenas nos dirigíamos la palabra. Hasta el viernes de la tercera semana de marzo, después que nos entregaron los exámenes de Historia. María Elena se retorcía y trataba de acomodarse mejor en la silla. ¿Es que estás enferma, María Elena? “Es ese tiempo del mes”. Qué tiempo. “Mira si eres bruto”, dijo Urraca. “Estoy menstruando, Mores”. Bruto, ¿verdad? Le arrebaté el examen a Urraca, marcado en letras rojas “58”, y lo puse al lado del mío, marcado en negro “100”. Ahora, ¿quién es el bruto o, mejor dicho, la bruta? Lo sentí, porque se le llenaron los ojos de lágrimas.
         Sin embargo, no fue la última vez que me llamó bruto. Me volvió a llamar bruto seis días después, mientras visitábamos la fábrica de queso. Ese día, durante el recreo, decidí visitar a mi tío porque no lo había visitado por tres días. “Voy contigo, Mores”, dijo María Elena. Y se le antojó a Urraca ir con nosotros. Cuando llegábamos, Urraca se detuvo. “Pero esta es la fábrica de queso de mi hermano”, me dijo. Y valla. “¿Y?”, le preguntó María Elena. Se escogió de hombros y, sin decir otra palabra, entró. Durante la visita, mi tío no le quitaba los ojos a María Elena. Creía que María Elena le gustaba. A qué negarlo. Por eso hice la sugerencia. María Elena, ¿qué te parece si nos reunirnos después de la escuela? “¿Tú quieres, Mores?”. “Pero nosotros vamos al río después de la escuela”, se quejó Urraca. “Entonces, ¿por qué no nos reunimos en el río?”, sugirió María Elena. “¿Dónde en el río?”, preguntó mi tío. Después de todo, detrás la fábrica de queso pasaba el río. “No, Mores, en La Noria.” Ahí es casi donde comienza el río. “Hay un charco hondísimo”, dijo María Elena. ¿Cuándo y a qué hora nos reunimos? “Cuando digas, Mores”. María Elena, siempre de curiosa, metió la mano en el suero hediondo y pegajoso. “Mira si eres puerca”, le dijo Urraca. Mi tío, que nunca había escuchado las barbaridades de Urraca, se avergonzó. “Ven, aquí te las puedes lavar”, le dijo a María Luisa, indicándole un lavamanos en el fondo. Mientras mi tío le enseñaba a María Elena dónde lavarse las manos, Urraca se me acercó. “Mira si eres bruto”, me dijo, con rabia. Ni siquiera he abierto mi boca. “Qué estúpido eres”. Ahora, qué fue lo que dije. “Nada. Que eres bruto”, explicó, y salió como si alguien la estuviera esperando.
         Desde esa tarde, todas las tardes, después de las cuatro, nos reuníamos en el río. Yo trataba de que mi tío estuviera solo con María Elena, pero cada día los momentos se hacían menos y más cortos. Y era un sacrificio, porque no encontraba de qué hablar cuando me quedaba solo con Urraca. Vives en un mundo muy pequeño, Urraca. “Y a ti, ¿qué te importa?” Lo digo porque si estás con alguien. “Pero yo no estoy contigo. Además, es que eres bruto”. No hablo más. “Era tiempo”. Y así siempre terminaban las cosas.
         Nos reunimos todos los días de la primera semana de abril. Fue el miércoles de la segunda semana cuando empezaron a cambiar las cosas. Cuando nos reuníamos y empezábamos a caminar hacia el río, me la arreglaba para que mi tío y María Elena fueran delante, y Urraca y yo detrás. Ese día, cada vez que lo hacía, María Elena se detenía y esperaba por nosotros. En uno de esos momentos que estaba solo con Urraca, le pregunté si era que a María Elena mi tío no le gustaba. “Qué le va a gustar, bruto”, dijo. “Si ella de quien está enamorada es de ti”. Me dio un vuelco el corazón y se me aflojaron las piernas. Me planté allí mismo. Estás loca, ¿María Elena enamorada de mí? Y yo fui a la luna. “Todo el mundo lo sabe. El único que parece no darse cuenta eres tú, por bruto que eres”. Me quedé parado allí, incapaz de moverme. Después de un rato, los seguí. Mientras caminaba, empecé a imaginarme diferentes escenarios, todos conmigo y María Elena.
         En el charco, ellos siempre se bañaban y yo me quedaba sentado en una piedra, en la orilla, con los pies en el agua. No sólo porque no era un buen nadador, sino también porque no podía durar mucho tiempo en el agua. Ese miércoles, mientras examinaba el cuerpo de María Elena entrando y saliendo del agua, me entraron malos pensamientos, y me sentí incómodo. María Elena notó mi incomodidad, y salió del agua. “Mores, ¿qué te pasa?” Nada. Se sentó a mi lado. “Mores, ¿por qué estás así?” ¿Como? Sólo estoy pensando. Puso el brazo derecho alrededor de mi espalda y con la izquierda jugaba con mi cabello. “No seas así, Mores”. Para demostrarle que todo estaba bien, entré al agua.
         El jueves, llegué tarde y ya María Elena y Urraca estaban sentadas. El aula, ellas dos, y hasta los demás estudiantes, parecían los mismos del miércoles y del martes y del lunes. Pero yo me sentía tan distinto, tan incómodo. Durante Matemáticas, María Elena rozó su hombro contra el mío, como siempre lo hacía; pero, esta vez, sentí el mismo vendaval que había sentido la primera vez que ella me tocó el pelo. No sé cómo ella o Urraca no vieron cómo me ruboricé. Así que cuando salimos a recreo, me la arreglé para ir solo a visitar a mi tío. “¿Y María Elena?”, me preguntó. No vino. Y nada más. De regreso, María Elena me estaba esperando. “¿Dónde fuiste, Mores? Te busqué por todas partes”. Si hubieras buscado en la fábrica de queso. “¿Por qué no me llevaste?” Cuando salí, no te vi. “Mira si eres mentiroso”, dijo su tía Urraca, y añadió: “Estuvimos aquí todo el recreo”. Por suerte, empezó la clase.
         Esa tarde, era mi turno caminar a María Elena. Pero, cómo explicarlo, necesitaba más tiempo para adaptarme a la idea. Lo siento, María Elena, hoy no puedo. “¿Qué está pasando, Mores?” No, nada. Es que tengo que ir a cuidar a mi hermana. “Si tú lo dices, Mores, te lo creo”.
         El viernes, Urraca no vino a la escuela y María Elena vino con una mini-falda negra y una blusa blanca. Ni siquiera le pregunté a María Elena por Urraca. Durante Español, se me cayó el lapicero y, cosa del Diablo, cayó casi entre los pies de María Elena. Moví la silla hacia atrás, me arrodillé en el piso y alargué la mano para alcanzar el lapicero. Entonces vi sus muslos desnudos. Permanecí inmóvil, sin respirar. Pensé cosas malas, por qué negarlo. Avergonzado, levanté los ojos, y encontré los ojos de María Elena, mirándome. Era una mirada fija, pero no dura, y quizás hasta cómplice. “¿Necesitas ayuda?”. Ni me atrevo a decir lo que pensé que me preguntaba. Como si esto fuera poco, ella abrió un poco más las piernas y la falda subió más. Pero entonces ella bajó un poco el cuerpo, alcanzó el lapicero, me lo extendió, sin dejarme de mirar. Tan pronto me levanté y senté, María Elena rozó su hombro contra el mío, como si nada hubiera pasado.
         En Matemáticas, usé todas las excusas para acercar mi silla a la de María Elena. Cuando estaban juntas, alargué mi mano izquierda, debajo de la mesa, y la puse sobre su rodilla. El calor de mi mano ni siquiera la movió. Lentamente, la fui subiendo hacia arriba, en busca del vientre. Pero ella puso la mano bajo la mesa, y la puso sobre la mía. Lentamente, la fue moviendo hacia la rodilla. Cuando estaba a mitad de camino, sacó su mano, dejando la mía allí, y la puso sobre la mesa. En otras dos ocasiones, intenté empujar la mano hacia el vientre, y en ambos ocasiones usó su mano para retornarla al mismo puesto.
         El viernes las clases terminaron a las una: teníamos vacaciones toda la semana porque el lunes empezaba la Semana Santa. Y, cosa del Diablo, me ofrecí a caminar a María Elena hasta su casa. Ella vivía con su madre Juana, su padrastro Chepe y una hermana de tres años, María Luisa, en una caza verde, rodeada de una galería anchísima, detrás del almacén. Ese día, cuando pasamos por el lado del almacén, vi a su padrastro en el umbral de la puerta, con una cara de perro, y su madre detrás del mostrador. Cuando llegamos a la galería, me detuve en los escalones, pensando que allí terminaban las cosas. Pero ella abrió la puerta, y ya estaba dentro cuando se dio cuenta que yo aún estaba en los escalones de la galería. “¿Qué haces, Mores? ¿No quieres entrar?”
         La casa era grande y estaba muy bien amueblada. Cuando entré, miré alrededor, no para averiguar qué había en la casa, sino para determinar dónde me iba asentar. Pero ella siguió hacia el fondo, y yo la seguí. Cuando llegó a una puerta, la abrió y entró. La seguí dentro del cuarto, ¿qué otra cosa podía hacer?
         Nunca había visto un cuarto tan grande ni con las paredes cubiertas con tantas fotografías de mujeres y hombres famosos. A la izquierda, había un escritorio, una silla, un estante de libros (en el que había más muñecas que libros) y un armario de caoba. En el medio, había una cama grande, pero la mitad estaba cubierta de muñecas. A la derecha, había una mecedora al lado de una mesita pequeña. María Elena puso los libros sobre el escritorio, y se quitó los zapatos. “Siéntate, Mores”. ¿Dónde? “Donde quieras”. Me senté en la mecedora y como no sabía si era apropiado poner los libros sobre la mesita, los puse sobre mis rodillas. “¿Quieres una limonada?” Sí, si no es mucha molestia. Meneó la cabeza. “Las cosas que dices, Mores.” Cuando salió, desde la mecedora, me puse a examinar las fotografías en la pared. Así estaba cuando ella regresó con el vaso. Caminó hasta la mecedora, dejando la puerta abierta. “Aquí tienes, Mores”, dijo, alargando la mano con el vaso. Cuando intenté agarrar el vaso, ella retiró la mano y empezó a reír con una risita ahogada. Lo hizo tres veces. Me quedé quieto, desinteresado. Ya veo que no me lo quieres dar. “¿Por qué eres así, Mores?” Cuando se acercó para darme el vaso, la agarré con los dos brazos por la cintura y, con toda mi fuerza, la halé. El vaso, la limonada y los libros terminaron en el piso, y el cuerpo de María Elena terminó sobre el mío. “Qué malo eres, Mores”, dijo, con su risita ahogada. Se levantó, todavía con su risita, se arregló la mini-falda, y se fue a sentar en la cama. Me miró a los ojos, dejó de reír y sacudió la cabeza: “Mores, Mores, qué voy a hacer contigo”. No sé lo que vas a hacer conmigo, pero sí sé lo que yo quiero hacer contigo. No me dijo que no debía pensar lo que estaba pensando, así que me acerqué a la cama y, todavía parado, puse mis brazos sobre sus hombros. “No seas malo, Mores”. Nos besamos, y pronto estábamos en la cama. “Mores, no seas malo”. Le quitaba la mini-falda y ella me quitaba la camisa cuando apareció su madre Juana en la puerta, gritando: “¡Pero qué haces María Elena!” María Elena se levantó serenamente y se volvió a arreglar la mini-falda. Claro, yo hice lo mismo —excepto lo de la mini-falda. “¿Qué quieres?”, le preguntó. “Ven aquí”, chilló su madre. María Elena acabó de botonarme la camisa. “¡Ahora mismo!”, volvió a chillar su madre. María me miró, con su mirada cómplice. “No te muevas”, me dijo. “Ya vuelvo”. Salieron, y escuché que discutían.
         Como no sabía qué hacer, recogí mis libros y los puse en la mesita. Pero la discusión seguía: creí escuchar la voz de María Elena —“¿Y quién me lo va a impedir?” El vaso se había roto en el piso, pero el fondo y la parte alrededor del fondo habían quedado intactos, así que empecé a recoger los pedazos de cristales del piso y los iba poniendo en lo que quedaba del vaso. No había terminado cuando regresó María Elena, sin su madre. “¿Pero qué haces, Mores?” Recojo los cristales. “No seas así. Podrías cortarte”. Ni modo. “Déjalos, Mores. Yo los recojo luego”. Caminó hasta el armario. “Mores, dime la verdad, ¿tú crees que trato mal a Urraca?” ¿Mal? Yo diría que es lo opuesto. ¿Por qué? “No, por nada.” Sacó un vestido largo del armario: era blanco, con rayas rojas. “Vuélvete, Mores”. ¿Que me vuelva a dónde? “Que mire para el otro lado”. Le di la espalda. “Tengo que ir a la casa de Ricardo”. Entonces me voy. “¿Quieres venir conmigo?” Debía irme, mi madre estará preocupada. “Ya puedes volverte”. El vestido le quedaba fenomenal. Y se lo dije. “Gracias, Mores. Como sé que te gusta, me lo voy a poner a menudo”. Entonces me voy. “¿No vienes conmigo, Mores? Ven, vamos, no seas malo”. Y cómo iba a decirle que no.
         La casa de Ricardo estaba más arriba, en el otro lado del camino. Era de dos pisos y estaba en una pequeña colina. Vivía en el primer piso y en el segundo tenía un bar. Allí fue que fuimos. En el fondo, en una mesa cerca del mostrador, estaban Urraca, su padre Emilio, que entonces debería de tener sus cincuenta años; Ricardo, que tenía veinte y tantos años, y una mujer blanca, de pelo rubio, quizás de la misma edad de Ricardo. Cuando entramos, María Elena bajó una silla de las cuatro sillas que estaban bocas arriba sobre la mesa a la entrada del bar, y me la ofreció. “Ya vengo”. Cuando iba de camino, se volvió. “¿Quieres algo de tomar, Mores?” Sí, una cerveza. “Qué gracioso eres”. La vi hasta que se acercó a la mesa donde estaba el grupo, y se sentó. Después dejé de mirarlos, abrí el libro de Historia, y entonces me di cuenta que estaba mojado de la limonada. Había leído un capítulo cuando regresó María Elena. Me levanté, dispuesto a seguirla hasta el fin del mundo. “Qué pena, Mores”, me dijo y rozó su hombro contra el mío. “Quería que nos pasáramos más tiempo juntos. Pero ahora tengo que hacer algo con Urraca”. En efecto, Urraca se nos acercó. Me saludó por primera vez: “Hola”. El grupo ya no estaba en la mesa: Ricardo estaba detrás del mostrador y Emilio y la mujer estaban hablando en el medio del bar. Por un instante, la mujer nos miró. Entonces le vi los ojos: eran azules y probablemente brillaban como linternas en la oscuridad. Y, de más cerca, hasta se parecía un poco a Urraca. Urraca, qué hermana más hermosa tienes. “Mira si eres bruto”, me dijo. “Ella no es mi hermana sino mi madre”.
         Nos despedimos en la entrada del camino que iba al Alto de los Gómez. “Nos vemos mañana en el río”, me dijo Elena, y me pellizcó en el estómago. “A ver si te portas mejor mañana”, añadió, dándome un beso mojado en la mejilla y riendo con su risita ahogada. “¿Por qué no alquilan un cuarto en el hotel?”, dijo sarcásticamente Urraca. María Elena la siguió, pero se volvía a menudo parar mirarme, hasta que se perdieron en la bajadita.
         El sábado me pasé todo el día en la fábrica de queso con mi tío. En la tarde, fuimos al río. Pero María Elena y su tía Urraca no fueron. Tampoco fueron el domingo o el lunes. El martes, pasé por el almacén, pero María Elena no estaba. Tampoco me atreví a preguntarle al padrastro por ella.
         Esa tarde, mi tío no quiso ir al río, así que fui solo. En la cabecera del charco, había muchos árboles, y en suelo estaba cubierto de las hojas que habían caído durante el invierno. Allí fui, me recosté debajo de los árboles y empecé a contemplar el sol que se filtraba por las ramas. Cuando pasaba una nube y cubría el sol, cerraba los ojos a ver si podía anticipar la vuelta del sol. Así estaba cuando escuché la voz de Urraca: “Hola, extraño”. Abrí los ojos, y la vi parada a mi lado, sus pies a menos de tres pulgadas de mi cabeza. Vi sus muslos flacos y hasta unos panties blancos que tenía, pero a quién le importaba ver eso —ahora, los ojos y el rostro, eso era otra cosa. Estamos progresando. “¿Cómo así?”, me preguntó Urraca. Ya dejé de ser bruto; ahora soy sólo extraño. “Ya sabía yo que aquí podría encontrarte”. Se sentó a mi lado, sin que yo la invitara, y empezó a jugar con las hojas secas. ¿Dónde está la belleza de tu hermana? Digo: tu madre. “Tú crees que eres gracioso”. Se recostó a mi lado. “Ella sólo vino a buscarme. Mi hermano y Emilio la convencieron que me dejara”. ¿Llamas a tu padre “Emilio?” “¿Qué tú quieres? Cuando me fue a buscar, en mi vida sólo lo había visto tres veces”. Si llamo a mi padre por su nombre, me deja sin dientes. Rió, casi de buenas ganas. ¿Dónde está María Elena? “En su casa”. Así que está en la casa. Qué bonito. “¿No lo sabes?” Qué. “La están castigando”. ¿Por qué? “Por lo que pasó contigo”. ¿Conmigo? Conmigo no pasó nada. “¿Qué crees que soy? ¿Tonta?” Te digo que no pasó nada. En absoluto. “Y a mí, ¿qué me importa?” Pensé que ya íbamos bien. “¿Yo contigo? Ni loca que tuviera”. No, digo que nos estábamos llevando bien. “Oh. Porque entre tú y yo, nunca pasará nada”. Ni siquiera me ha pasado por la cabeza. “Porque yo a María Elena la quiero mucho”. Quién lo dijera. “Siempre dices las cosas más estúpidas”. Ah, ahora vamos en esa dirección. Entonces estuvimos en silencio por mucho, mucho tiempo: sólo escuchábamos los pájaros y el agua corriendo río abajo. En una ocasión, apoyó su codo izquierdo en las hojas, inclinó la mitad de su cuerpo y puso su rostro en la palma de la mano. “¿Verdad que es maravillo?” Qué. “El sonido de la naturaleza”.
         El miércoles, llegó temprano, quizás a las una o a las dos. Nos recostamos a escuchar el sonido de los pájaros y el sonido del agua corriendo río abajo —o el sonido de la naturaleza, como decía ella. Así estuvimos hasta que llegó la hora de irnos, cuando se acostaba el sol.
          El jueves pasó lo mismo, excepto que en una ocasión se levantó y me miró. Qué ojos más hermosos tienes, Urraca. “¿De veras estás enamorado de María Elena?”, me preguntó, ignorando lo de los ojos. Creo que sí. “¿De veras los encontró Juana en la cama?” Y a ti, ¿qué te importa? Si pasó algo, y yo no estoy diciendo que pasó, no te lo diría. “¿Y por qué no?” Porque esas cosas no se discuten con nadie. “Oh”, dijo, se escogió de hombros y volvió a recostarse.
         El viernes llegó animada. Aún llevaba el vestido con el que había ido a misa, de modo que en vez de recostarse, se sentó en las hojas. “¿Estás ayunando?” Yo no creo en esas cosas. “Pero dicen que ibas a ser sacerdote”. Iba. Y así entramos al silencio. Hasta que ella lo interrumpió: “Así que estás enamorado de María Elena”. Esta conversación ya la tuvimos ayer. “Pero ella es casi cuatro años mayor que tú”. Y eso, ¿qué importancia tiene? “¿Sabes por qué ella tiene ese cuerpo, ese culo y esas tetas?” No. Me imagino que desarrolló temprano. “Sí, y yo soy el Papa”. No, porque si fuera el Papa, no usaras esas palabrotas. “Qué chistoso eres”, dijo fríamente. Más silencio. “María Elena tiene un secreto”. ¿Y? Todo el mundo tiene secretos. “Pero el secreto de María Elena es diferente”. Si tú lo dices. “Pero no te lo voy a decir, por bruto que eres”. Ya me lo dirá ella un día de éstos. “No ese secreto. Ese nunca te lo dirá”. Tamaño secreto, ¿no? ¿Qué hizo? ¿Mató a un hermanito recién nacido y lo enterró en el patio? “Qué salvaje eres”. Ahora vamos en dirección opuesta. “Es un secreto grandísimo y no te lo voy a decir por salvaje que eres”. Por lo menos ahora no soy bruto. “¿Por qué tú me tiras tanto?” ¿Tirarte? Yo no tengo nada contra ti. De hecho, anoche hasta soñé contigo. “¿Sí?”, preguntó, ahora muy interesada. “¿Qué soñaste?” Soñé que estaba en el charco y que me ahogaba. Trataba de nadar hacia la orilla, pero alguien me tenía agarrado por las piernas. Me hundí en el agua, y vi a María Elena, agarrándose de mis piernas. Finalmente, llegaste, me agarraste por una mano y me ayudaste hasta la orilla. “¿Entonces?” Desperté. “Qué sueño más raro”. Ahora dime cuál es el secreto de María Elena. “Te dije que no te lo voy a decir”. Qué mala eres: te digo hasta lo que sueño, y no puedes decirme algo que ya no es un secreto por que tú y ella lo saben. “Está bien, te lo digo”, decidió. “Pero tienes que jurarme que no se lo dirás a nadie”. Está bien. “No, no. Jura que no se lo dices a nadie”. Te lo juro. “Cuando María Elena estaba en el sexto, Chepe…” ¿Su padrastro? “¿Quién más va a hacer?” Pero, Urraca, no hay que enojarse por eso. “¿Recuerdas cuando le dio el ataque a mi abuela y estuvo trece días en la clínica?” Sí, lo recuerdo. “La primera noche, cuando Juana se quedó con mi abuela en la clínica, Chepe entró al cuarto de María Elena y vivió con ella”. Sentí que la sangre que corría por mis venas se convertía en agua. “Ella dice que él la violó, pero yo no estoy muy segura”. Quería gritarle que se callara, mandarla a la mierda; pero sentía la boca seca y la lengua muy pesada. “Si de veras la forzaba, ¿por qué esperó dos años para darle la puñalada?” Me levanté sin mirarla. “¿Ves por qué tiene esas tetas y ese culo?”
         En el camino, sólo pensaba en las falsedades de los adultos. Así que cuando Chepe estuvo en la clínica por tres días, la puñalada no se la dio él mismo ni mucho menos fue un accidente sino que se la dio su hijastra. Cuando María Elena se mudó con su tío Emilio, no lo hizo para cuidar la bisabuela, sino huyendo de su padrastro. Cuántas falsedades, cuántas mentiras.
         Cuando llegué a casa, me encerré en mi cuarto. Tenía muchas ganas de llorar y un dolor crónico en el estómago. Mi madre me llevó la cena al cuarto, un mondongo; pero ojalá y no hubiera hecho, porque la vomité inmediatamente. En la mañana, cuando comí el desayuno, dos huevos fritos y batatas sancochadas, también lo vomité, y el dolor se agudizó. Para mediodía, tenía fiebre y sudaba. En la tarde, antes de que se acostara el sol, vino mi abuela materna y me hizo un mangú de plátanos verdes; pero empecé a vomitar cuando lo vi. “Podía ser la apéndice”, dijo ella. “Sólo se hace el enfermo”, dijo mi hermano, “para no hacer nada”. Como a las ocho, las cosas se ponían peores, mi abuela fue donde el brujo de la familia. Su diagnóstico fue simple: me estaba haciendo un hombre. Y me recomendó una botella que sabía peor de lo que se veía —y eso que su color negro daba miedo. Antes de que me durmiera, vi como mi madre se arrodilló en frente de la cama y prometió a Dios, y a todos sus santos, que dormiría en el piso por un mes si mañana amanecía mejor.
         No sé si fue la botella del brujo o la promesa de mi madre, pero el lunes amanecí casi sano: ni fiebre, ni sudor, ni vómito. Entonces hice algo de lo que me arrepentiré toda mi vida: convencí a mi madre que estaba bien para ir a la escuela.
         Cuando llegué a la escuela, encontré a María Elena que me esperaba en la entrada. Llevaba el mismo vestido blanco de rayas rojas que llevaba el último día que la vi. No sé cuál de los dos era más feliz. “Hola, Mores”. Con los libros en la mano izquierda, me dio un abrazo fuerte, caluroso; tan fuerte que sentía el palpitar de su corazón. “Cuánta falta me hiciste, Mores”. No tanto como tú a mí. “¿De veras?” Le contesté, apretándola más.
         Así estábamos cuando llegó la maldita Urraca, con su sonrisa sarcástica. “Ustedes cada día están peores”, dijo cuando nos pasaba por el lado. Nos dejamos de abrazar. “Ni perros que fueran”, añadió, y se dirigió a la puerta del aula. Y la maldita, cuando llegó a la puerta, se volvió, nos miró y sacudió la cabeza. La miserable. María Elena, ¿es verdad lo de tu padrastro? Me miró, con su mirada inocente. Definitivamente no sabía de qué hablaba. Lo que me hizo sentir como un idiota. ¿Y qué tal si todo fue una invención de la maldita Urraca? Bien podía ser. Adiós juramento. ¿Es verdad que Chepe te violó? Se quedó con la boca abierta, muda, lívida. “¿Tú y Urraca? No, dime que no es cierto”. Pero no esperó que le explicara. Se volvió, miró hacia la entrada del aula, me miró decepcionada, dejó caer los libros a la tierra, y caminó rápidamente hacia la entrada. Pero, ¿dónde vas, María Elena?
         Como no me contestó, recogí sus libros y traté de seguirla, pera ella ya entraba al aula. Cuando entré, María Elena ya arrastraba a Urraca por el cabello en el pasillo que daba al patio. “Pero, ¿qué te pasa?”, se quejaba Urraca. Y María Elena la seguía arrastrando. “¿Estás loca?”, gritaba. Yo quise correr para impedir lo que sabía que iba a pasar, pero los demás estudiantes del octavo que habían llegado las seguían, así que tuve que caminar detrás de ellos. “Una pelea de mujeres”, anunciaba alguien, a gritos.
         Cuando llegué al patio, ya los estudiantes del séptimo y el sexto sabían lo que estaba pasando y corrían detrás de mí. Vi la pelea en sus finales. María Elena había tumbado a Urraca a la tierra y la pateaba incesantemente. “Perra”, le gritaba, y Urraca lloraba en silencio, tratando de bloquear los golpes con las manos. “Hija de puta”, volvía a gritar María Elena, y Urraca se revolvía sobre la tierra, tratando de apartar su cuerpo de la pierna de María Elena. “Traidora”, gritaba María Elena. De pronto, Urraca logró levantarse, pero en vez de correr, se volvió y arremetió contra María Elena. “Pero tú, puta, ¿qué te crees?” La agarró por el pelo y María Elena trató de librarse, arañándole los brazos. Fue entonces cuando los maestros Sócrates y Osorio llegaron y las separaron. “¿Pero qué les entró a ustedes?”, preguntaba Sócrates. “Y ustedes, ¿por qué no hicieron nada?”, nos preguntaba Osorio. “¿Por qué fue la pelea?”, preguntó una muchacha del sexto. “Se pelean por Ramón”, dijo un idiota.
         Terminé en el aula del octavo, solo, en frente de casi todos los maestros de la escuela, preguntándome por qué fue la pelea. No sé. “Si no confiesas lo que sabes”, amenazó Osorio, “te vamos a suspender por lo que queda de año”. Pues que me suspendan, porque yo no sé nada. Tan serio y seguro estaba que se fueron, no sin antes decirme: “De esa silla no te muevas”.
         Media hora después, el grupo regresó y me encontraron exactamente como me habían dejado. No porque tuviera miedo de que me suspendieran para siempre, lo que en ese momento no me importaba, sino porque me sentía responsable por lo que había pasado. “Como nadie quiere decir nada”, anunció Osorio, “y como todo el mundo cree que eres responsable, tenemos que suspenderte por una semana”. Está bien. “No, no está bien”, dijo el maestro Sócrates. “Si lo suspenden, también tienen que suspender a María Elena y a Urraca. Después de todo, ellas fueron las que tuvieron la pelea”.
         Así fue que terminé suspendido por una semana. Cuando salía al camino, vi a la madre de María Elena que la llevaba, camino arriba, agarrada del brazo. En la orilla del camino, Ricardo estaba sentado en la camioneta con Urraca. En el camino a mi casa, no sé por qué me dio mucho deseo de llorar. Pero pensé que, cuando se lo explicara a María Elena y le pidiera perdón, me entendería y seguramente me perdonaría. Y ese me consolaba.
         Toda la semana fui al río, pero ni fue María ni fue Urraca. Cuando regresé a clases el lunes, encontré que habían removido la mesa y las sillas marcadas “Familia Gómez” del octavo. Fue el maestro Sócrates que me dio la noticia: Urraca se había ido a vivir con su madre y a María Elena la madre la había sacado de la escuela. Me volvieron a entrar ganas de llorar, pero esta vez no encontraba en qué encontrar consolación. Por suerte, durante el recreo, los maestros decidieron que estaba perdiendo mi tiempo en el octavo, así que me pasaron al primero.
         Los dos últimos meses de clases, me la pasé tratando de olvidarme de María Elena, de la maldita Urraca y, sobre todo, del secreto de María Elena, que seguía siendo un secreto. Pero no era nada fácil. Especialmente, olvidarme de María Elena. Cuando escuchaba una canción de amor, pensaba en ella. Cuando leía, no importa lo que fuera, también pensaba en ella. Y cuando no pensaba en ella, pensaba en el daño que le había hecho. Me sentía responsable de que Urraca no viviera con su padre. De que María Elena no estuviera en la escuela. Y me sentía responsable de perder lo que teníamos. De no sentir sus manos, acariciándome el cabello. De que no me hiciera crinejas.
         La volví a ver durante las fiestas patronales, en julio. Fueron, y siempre serán, las peores fiestas patronales de mi vida. El domingo, cuando terminaban las fiestas, me encontré con María Elena, en la entrada del camino al Alto de los Gómez: yo iba subiendo, y ella venía bajando. Le dije, cariñosamente, arrepentido: “Hola, María Elena. ¿Cómo estás?” No sé qué me dolió más: que no me contestara o que siguiera caminando como si nunca nos hubiéramos conocidos.




Nota: «El secreto de María Elena» fue escrito cuando teníamos catorce o quince años: precisamente cuando pensábamos que uno simplemente escribía las cosas que les ocurrían a uno, o en las que uno participaba de una manera directa o indirecta, y esto era de por sí literatura. Sin embargo, el tiempo nos enseñó que donde verdaderamente estaba la literatura fue en lo que luego le pasaría al personaje de Urraca en la vida real: se casó joven, tuvo tres hijos, y el esposo fue a vivir ilegalmente a los Estados Unidos; el esposo no pudo viajar por muchos años, así que ella se refugió en los brazos del cuñado, y quedó embarazada. Para evitar el dilema moral que implicaría tener hijos con ambos hermanos, intentó hacerse un aborto tardío; pero el procedimiento no se hizo adecuadamente: así vivió varios meses con un terrible dolor y la criatura muerta en su estómago. Cuando otros doctores descubrieron la criatura muerta, también detectaron que tenía cáncer. Estuvo luchando cuatro largos años con la enfermedad. Hasta el minuto que murió, sin pelo, prácticamente en los huesos, estuvo luchando contra la muerte. Recientemente, uno de sus tres hijos, que vivió la enfermedad y los sufrimientos de la madre como niño, tuvo un terrible accidente tres días antes de cumplir 19 años. Entre la vida y la muerte, familiares, amigos y doctores intentaron animarlo a que volviera a la vida; pero éste se entregó a la muerte, precisamente el mismo día que su madre cumplía diez años de muerta.


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