Corrección
Atardecer sobre la isla de Manhattan y el Río del Este
Para nuestra agradable sorpresa, hay otra
manera más adecuada para saber que uno está envejeciendo: cuando
escuchamos la conversación de dos muchachas (o muchachos) que están
hablando en nuestro idioma, y no entendemos lo que están diciendo.
La observación se la debemos a la periodista dominicana Sara Pérez. La
periodista, a quien conocemos por su artículo “La dominicanidad como
maldición” (publicado en El Nacional el 28 de septiembre de
2003), nos enseña tanto con tan pocas palabras. Desde ya podemos
imaginarnos la cólera de muchos puertorriqueños por esa imagen final: la
mujer puertorriqueña “emperrada” con el dominicano hasta el punto de que
no sale de la casa ni siquiera a comprar comida.
Perrear y emperrarse
Por Sara Pérez
reading,
pa.— Hasta hace unos días, creía que se podía definir
perfectamente la vejez, la verdadera, terrible y marginalizante vejez,
como ese estadio [¿estado?] en que se pierde la capacidad de incorporar
a la vida diaria las nuevas tecnologías de uso generalizado.
Así, en términos contemporáneos, “vieja” sería la persona que, en
contacto frecuente con computadoras y celulares, sin embargo, no puede
adiestrarse para que esas herramientas formen parte de su cotidianidad,
sin el auxilio permanente de intermediarios, (conste que hay que
exceptuar los casos de simple haraganería).
Estoy segura de que toda la gente de mi generación hacia atrás, conoció
o conoce, por lo menos a una persona de su entorno que no consiguió
familiarizarse con el uso del teléfono regular conectado con alambres, o
de los hoy totalmente obsoletos “beepers”, o que (por razones ajenas al
poder adquisitivo, preferencias gourmets, particularidades filosóficas y
apagones), no pudo hacer que el horno de micro-ondas formara parte de su
universo diario.
En los tiempos actuales, “viejo” es todo aquél que necesita que un nieto
le explique cómo funciona la cámara digital. O los controles de la nueva
televisión de pantalla plana de plasma o cristal líquido. O que no puede
retirar por cuenta propia dinero de una “ATM”. O que de paseo en los
Estados Unidos, tiene que salir de algún baño sin lavarse las manos,
incapaz de descifrar el funcionamiento de las llaves. Parece que los
diseñadores de lavamanos tienen una competencia para ver cuál inventa el
mecanismo menos evidente, con lo que nunca han logrado confundir ni por
medio segundo a la gente más joven, acostumbrada al ritmo compulsivo de
las innovaciones, muchas veces contraproducentes, infuncionales y
ridículas, pero desconcertando a los “entrados en edad”, que respiran
airados cuando encuentran una simple, pura, elemental, llave de agua,
carente de misterios y excentricidades.
Sin embargo, con toda su utilidad, he tenido que revisar mi acomodaticia
definición de vejez, para entenderla también como ese momento en que tú
no sabes de qué demonios están hablando aquellas dos chicas, a pesar de
que están usando palabras familiares en una lengua que se supone que
conoces.
Hace poco tuve la oportunidad de verificar este fenómeno, cuando escuché
al pasar una conversación entre dos jovencitas dominicanas, cajeras del
supermercado en el que trabajo. Una, de unos 17 años, le contaba a otra,
de 18, que había descartado la compra de un vestido que le gustaba
mucho, porque con esa ropa “no se podía perrear”. Me quedé atónita.
Sintiéndome como Matusalén el día de su cumpleaños número 400, le
pregunté qué significaba “perrear”, ya que por la seria e impasible
expresión que tenía, parecía estar empleando un verbo de uso extendido y
aceptado con toda naturalidad. Y efectivamente así es. “Perrear” es
bailar un ritmo muy de moda, llamado “perreo”, (creo que lo mismo o
similar al regaeton), con unos movimientos de una alta carga sexual que
las muchachas decentes y conservadoras como Daniela, quien respondió mi
pregunta, piensan que es más recomendable ejecutar con pantalones y no
con vestidos o faldas.
La verdad es que me pareció terrible, feo, espantoso, el uso del verbo
“perrear” y entonces supe que estoy envejeciendo. Hay algo de mera
distancia generacional en la apreciación del término, en su negativa
evaluación estética, porque resulta que sí me gusta, me parece vital,
dulcemente enfebrecida y poética, la palabra “emperre” como sustantivo o
“emperrar” como verbo y sus variables conjugadas “emperrada”, “emperró”,
“emperrados”. Me pareció maravilloso cuando encontré emperramientos en
uno de los libros del poeta René Rodríguez Soriano y lo mismo sentí
cuando el otro día le pregunté a una puertorriqueña por una amiga mutua
que hace algún tiempo no veo:
—Está emperrjada [¿“emperrada”?] con un dominicano y no sale ni a
comprar comida. Les pondré un galón de agua en la ventana, no se vayan a
deshidratar...
Copyright ©Sara Pérez y El Nacional, 28 de agosto de 2005
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