Es suficiente
Antes de abrir la puerta de madera,
Aniceto pensó en cuál de las dos pies pondría primero para entrar al
pasillo que lo llevaría a la casa grande, colonial, pintada de un color
blanco y casi amarillento. No tardó en decidirlo y cuando lo hizo,
olvidó cuál pie había usado. Entonces se preguntó por qué entraría a la
casa.
En el centro de
la galería circular estaba su tío Ciriaco, meciéndose en una mecedora de
almohadas, sin camisa y con una camisilla rota en la espalda, manchada
de sudor de caballos, y su hija Natacha le estaba peinando, llevando el
pelo con maestría por su cabeza.
Ayer, ni siquiera
la noche estuvo tranquila. A las seis, los pájaros y las hojas de los
árboles empezaron a presentir el invierno y a confundirse en el olor de
la lluvia y en el vaho de las ciruelas. “Ya volvió el invierno”, se
había dicho. Pero no era cierto. El invierno empezó con el calor, con la
escasez de agua y con el enterramiento de los muertos. Las noches eran
oscuras, y el camino hedía a ciruelas podridas y a casa de marineros sin
esposas. Era aún diciembre de sueños irreales y terribles.
La señorita
Natacha era tímida, de cuerpo estrecho y no hablaba con nadie. Algunos
decían que cuando comía dejaba caer la mitad de la comida del plato para
alimentar a los pájaros que volaban sobre la casa durante la madrugada;
que de noche salía por el patio, corriendo desnuda. Su padre, el tío
Ciriaco, era grueso, de rostro duro y de mirada corta y cortante. Vivían
a la salida de Vedruña, y tenían una hacienda de naranjos dulces y una
cría de caballos blancos. Cuando se llegaba a Vedruña, realmente, se
tenía la clara impresión de un pueblo perdido en los caballos y los
naranjos. En la tarde, mientras la hija le sacaba las caspas y le
peinaba después de la siesta, el viejo contemplaba el pueblo en la
distancia y se quejaba del calor y del aire. “Parece como si el agua no
existiera”, decía entre sueños, tomando las manos de su hija, contando
sus dedos y limpiando sus uñas. “Sólo los caballos pueden vivir con este
calor y este vaho a ciruelas”. Casi era cierto. Sólo una brisa lenta,
seca y sin color movía la tarde. “Un día, tal vez”, se decía Aniceto,
contemplando las fincas del viejo que cruzaban toda Vedruña, repletas de
árboles de naranjas, “morirán los caballos y la propia Natacha, y hasta
quizás el tío Ciriaco. Pero ese naranjal siempre estará vivo”.
Recordó entonces
por qué había ido a la casa. Fue a pedir naranjas. Desde cuatro meses
atrás, las pocas personas que habían sobrevivido en Vedruña se calmaban
la sed con naranjas, sustituyendo el agua. Sentía la sed ahora en el
pecho. Era áspera, insoportable y sofocante. Era suficiente. Casi seis
meses sin tomar agua. Y ese calor. Levantó los ojos, sin pestañear, y
miró la casa. “Mamá haría esto”, dijo sin pensarlo.
Su madre se había
ahorcado nueve meses atrás. Fue ella quien le pidió, dos horas antes de
ahorcarse, que no visitara esa casa nunca. Ella siempre se cuidó de que
viviera alejado de ella, de su hermano y de su sobrina. “Cuando entremos
en ella, terminaremos matándonos entre familia”, decía.
Cuando pensó en
ello, ya estaba en el primer escalón que subía a la galería, y su tío lo
había reconocido. “Hoy es sábado”, dijo desde arriba. “Mañana es el día
de misa”.
No respondió.
Pensó decirle que todos los días parecían domingos, pero no lo dijo.
—Vine a pedirles
naranjas —dijo, bajando el escalón que había subido. “Natacha dejó de
peinarse”, pensó, sin verlo. “Ahora tío mirará los naranjos”.
En ese momento,
Ciriaco miraba los dedos de su hija, y le parecieron limpios; apartó sus
manos de su cabeza, mirando las nubes azules, perdidas allá, junto al
mar, y respondió sin mirarlo:
—Es luna nueva
—dijo—. Si se tumban ahora, las matas se secarán.
No miró a su tío
ni a su prima, y se fue sin decir nada. Y no pensó en su madre, hasta
que llegó a la casa. Eran las ocho ya, y seguía el mismo calor, cuando
sintió que la puerta se abrió de un solo golpe, como en el invierno
pasado, cuando los pájaros cargados de flores rompieron las ventanas y
entraron violentamente a la casa, anunciando la lluvia y la muerte de su
madre. Era Natacha. Tenía un sombrero nuevo y un vestido blanco. Llevaba
en las manos naranjas amarillas, envueltas cuidadosamente en una
camisilla rota en la espalda y manchada de sudor de caballos, como
llegaría casi cinco años después, con un niño de dos años envuelto en la
misma camisilla.
—Papá te envía
estas naranjas —dijo sin mirarlo.
El no las aceptó.
Ni dijo nada. Desde entonces nació entre ambos un amor de tres años, sin
palabras ni conversaciones románticas, sino de reproches, de rencores,
de rabia. Por la madrugada, antes de amanecer, él llegaba primero a la
orilla del río seco y jugaba con los pájaros, hasta que ella parecía
desnuda por el camino, y así paseaban juntos hasta que amanecía. Pero un
domingo despertó tarde y se encontró con la cabeza entre mariposas
muertas, y comprendió que el amor silencioso de ambos había terminado,
sin palabras como comenzó; porque ella no volverla más, y se había
llevado con ella los pájaros. Y así fue.
En la mañana no
hizo nada. Solo en la tarde fue a Vedruña por un poco de naranjas. “Si
no fuera por la casa”, pensó, “podría quedarme allá”. Pero cuando llegó
a la primera calle y vio la acumulación de tierra y la cruz en la parte
frontal del exterior del cementerio, donde el follaje crecía libremente,
supo que nunca en su vida viviría allí, porque siempre soñaría con su
madre, mientras pasean con jaulas en las manos por los campos. “La casa
es lo único que me ha dejado mi hermano”, le decía. “Ese demonio no
descansará hasta quedarse con lo único que nos queda”.
En la casa de su
tío empezaba ya la pelea de la que le había hablado su madre, dos días
antes de ir al pueblo a preparar todo lo relacionado con su muerte y su
entierro.
En la mañana,
Ciriaco le iba a decir adiós a su hija, desde el camino, cuando ésta le
llamó. “Me pedirá que recuerde su regalo”, pensó. Cada mañana iba a la
ciudad y le traía una muñeca gigante, de pelo rubio y de ojos azules.
—Si te lo
pidiera, ¿me traerías algo, papá? —preguntó.
—Te traeré tu
regalo —dijo—. Nunca me olvidaría de él.
—No, papá
—cortó—. Ya mi cuarto está lleno de muñecas... Tráeme hilos de bordar y
retazos de ropa fresca.
“Se está poniendo
loca”, pensó Ciriaco, sin asustarse. “Así comenzó su madre”.
Cinco horas
después, cuando Aniceto llegaba a Vedruña, estaba estallando la noticia
en las barras y en las peluquerías. Natacha se había peleado con su
padre y éste le había dado dos puñetazos en el rostro, tirándola al
suelo, insultándola y preguntándole si era verdad que se había entendido
alguna vez con el infeliz de su sobrino. “Si esto fuera cierto, te
mataría. Te mataría como a la bestia que eres”, dicen que le dijo. Pero
nadie lo creyó. Tampoco cuando se dijo que Natacha no le hablaba a su
padre. Aún cuando los pocos que quedaban vivos contemplaban que los
árboles frondosos de naranjas se iban secando hasta quedar reducidos a
troncos podridos, quisieron creerlo. Ni aún cuando el domingo, antes de
ir a misa, todos vieron con sus propios ojos la cría de caballos
blancos, inmóviles y acumulados a todo lo largo del río seco, con los
muslos, los ojos y las lenguas comidos por los gusanos.
Tardaron dos años
más en llover. Llovió al final de diciembre, cuando el calor era una
costumbre y los pájaros empezaban a multiplicarse. Esa noche, dos horas
antes de la primera lluvia, Aniceto le puso la tranca a la puerta.
Sintió que las medias se le fueron poniendo pesadas en los pies y pensó
dormir en el suelo. “Resulta mejor”, se dijo. “Ahora sí... Ya volvió el
invierno”, y se lanzó al suelo. Soñó que iba en un barco de cargas y que
llovía sin cesar. Estaba en la cama, en una habitación estrecha, y el
agua chorreaba por las paredes, mientras los pájaros volaban
insistentemente para no mojarse las alas. “Tendré que levantarme de la
cama”, pensó. Pero ya era tarde, porque algunos pájaros habían caído
vencidos y trataban de subir por las paredes y por la cama. Cuando iba a
levantarse, despertó, y la puerta se abrió violentamente y el cuerpo de
Natacha rodó en medio de la casa, manchado de sangre. Tenía heridas por
todo el cuerpo y estaba muerta. Llevaba a un niño con ella, envuelto en
una camisilla rota en la espalda y manchada de sudor de caballos. Era
blanco, de cuerpo suave, y estaba inmóvil. En ese momento la ventana se
rompió y los pájaros cargados de flores invadieron la casa.
Se acercó a la
ventana, y no quiso mirar a ningún lado, porque su madre le había
hablado de esto cuando era apenas un niño. En el suelo, casi debajo de
la ventana, estaba el cuerpo de su tío, con la lengua y los ojos comidos
por los gusanos, con dos paquetes de cartas en las manos. “Son cartas de
amor”, pensó. Entonces recordó a su madre. “Siempre quiso casarse con
mamá”, dijo, apoyado en la ventana. “Aunque ella prefirió ahorcarse... Y
entonces decidió acostarse con su hija”. Miró el cuerpo destruido de su
tío, y vio el enjambre de gusanos que empezaba a subir por la pared, y
pensó que en dos o tres minutos, toda la casa estaría llena de esos
gusanos que se movían en la oscuridad como si estuvieran bailando.
Revista ¡Ahora!, No. 1013, 25 de abril
de 1983, pp. 38-39
10:27 PM