Un tal Mario*
Extraño atardecer sobre la isla de Manhattan y el Río del Este
(17 de septiembre de 2005)
La primera vez que lo
confundieron con el tal Mario, pensó que probablemente había en ese país
alguien que se llamaba Mario y con el que compartía algunas semejanzas
físicas, y no le dio mucha importancia. Tampoco la segunda ocasión; pero
cuando lo confundieron la tercera vez, decidió que era algo serio, y lo
mejor era buscarle una solución al problema. Lo único que se le ocurrió
fue cambiar el vuelo de regreso y marcharse ese mismo día, en el vuelo
de la tarde, y olvidar el asunto, como si nunca hubiera sucedido.
Su nombre era
Alexander Lorenzo, y era parte de un grupo de trece turistas, todos
hombres, que había llegado al país la mañana del lunes. No lo supo hasta
el tercer día, pero ésta era la destinación preferida de los buscadores
de sexo infantil. Por lo general, solía tomar sus vacaciones en julio,
viajando por las ciudades europeas, casi siempre vacías porque sus
habitantes estaban de vacaciones en las costas, cerca de las playas.
Pero en junio, se peleó con la novia, así que pospuso sus vacaciones,
porque ni modo que viajara a Europa y tuviera que enfrentar las mismas
ciudades, los mismos lugares sin la persona con la que lo venía haciendo
durante los últimos cinco años. Las tomó para septiembre, y como se
había privado de las playas por muchos años, eligió un país tropical con
muchas playas y mucho sol.
El vuelo fue
mucho más corto de lo que esperaba. Cuando salió del avión lo primero
que sintió fue la temperatura del trópico, diferente a todas las
temperaturas que había conocido. También le sorprendió el aeropuerto,
porque era simple, con sólo una pista de aterrizaje. El avión dejó a los
pasajeros lejos y tuvieron que caminar hasta el edificio del aeropuerto.
Pero era un día maravilloso, soleado, con un poco de brisa y con una
temperatura ideal. En el edificio, para llegar a aduanas había que bajar
unos escalones, y caminar un largo pasillo, donde un grupo de músicos,
con instrumentos rudimentarios, tocaban lo que él se imaginaba era la
música típica del país. Al final del pasillo, antes de llegar a las
casillas de los inspectores de aduanas, el pasillo se dividía en dos; en
un lado habían varias casillas donde se vendían las tarjetas de turista
y el otro lado seguía hasta al final donde estaban los inspectores.
Exactamente donde se dividía el pasillo, había un grupo de tres hombres
con aspectos de espías o de militares. Su función allí, pudo observar,
era pedirle el pasaporte selectivamente los viajantes, fingir que leía
el pasaporte, seguido de un “déjese algo”. Tan pronto el del medio, que
parecía ser el jefe del grupo, lo vio, pareció reconocerlo.
—¡Barón de Dios!
—le dijo.
Cuando le
extendió el pasaporte al primer agente en la fila, y el agente lo abrió
a la primera página, el otro vio la foto y pareció leer el nombre. Quedó
sorprendido.
—Perdone, señor
Lorenzo —le dijo, confundido—. Creí que usted era otra persona.
No le dio mayor
importancia al asunto. Cuando el guía del grupo lo recibió en la puerta
del aeropuerto, ya había olvidado totalmente el incidente.
Era una ciudad de
contrastes, caótica, colorida y bulliciosa, construida a orillas del
mar, entre dos ríos. Tan pronto entraron a ella, observó que en las
calles circulaban los vehículos más lujosos del año y también chatarras
de mediados del siglo pasado. En la misma avenida podría encontrarse una
casa antigua de madera entre dos rascacielos, construidos sin tener en
cuentas el clima del trópico. No había electricidad para iluminar los
semáforos, las calles no tenían nombres (cuando las tenían, eran nombres
de países lejanos y héroes extranjeros), y todo el mundo parecía tener
prisa.
Para esa tarde
tenían programado una excursión a las Casas Reales, un grupo de palacios
construidos en el siglo XVI y rodeados del agua del mar por un lado y
del otro lado por el agua del río; pero cuando llegó a su habitación se
bañó y trató de ver las noticias de la bolsa de valores en televisión,
pero se quedó dormido. Cuando se despertó estaba ya oscureciendo: había
dormido lo que faltaba de la mañana y toda la tarde.
Había decidido
bajar al restaurante del hotel para cenar, no sólo para tratar de
conocer a algunos de los miembros del grupo sino también para ponderar
el ambiente del lugar. Pero cuando terminó de bañarse ya había cambiado
de idea, así que ordenó la cena y decidió que mañana sería otro día.
Trató de dormirse temprano, pero cuando empezó a dar vueltas en la cama
entendió que no lograría dormir por muchas horas. Se levantó, se vistió
y salió del hotel sin saber aún qué haría para matar unas cuatro o cinco
horas. En hotel estaba frente al mar. De por medio, pasaba una avenida
que atravesaba toda la ciudad, siempre a orillas del mar. Entre la
avenida y el mar, había una acera con barandillas y algunos bancos de
madera.
Cruzó la calle,
que ya tenía menos tráfico que cuando llegó en la mañana, y empezó a
caminar por la acera. Se sentó en el primer banco que encontró, y
contempló el mar. No pudo evitar recordar aquellos momentos que pasó
junto a su novia en las Ramblas de Barcelona: la ciudad estaba repleta
de turistas que habían venido a presenciar los juegos olímpicos, pero
para ellos era como si sólo existieran ellos dos. Entonces sintió frío,
así que siguió caminando. Casi llegando al Barrio Colonial, en el otro
lado de la calle, vio un bar abierto; cruzó la avenida, que en esta
parte de la ciudad tenía más tráfico, y entró. Era un lugar de mala
muerte, donde la gente fumaba y hablaba duro. Pero la música era
variada, con tendencia a los ritmos brasileños, así que se sentó en una
de las mesas vacías que había en el fondo del bar. Pidió un trago, pudo
darse cuenta que sólo habían pasado cuarenta minutos desde que dejó en
el hotel. Pronto, dos hombres jóvenes ocuparon la mesa del lado. Después
dos mujeres, ya entradas en edad, ocuparon la otra mesa. Cuando pidió el
tercer trago, ya todas las mesas estaban ocupadas, y las conversaciones
empezaban a mezclarse en su cabeza.
Seguía con
entusiasmo la conversación de las dos mujeres. La más delgada, que era
blanca y de pelo casi rojo, contaba cómo un tipo, con boletos impresos y
todo, le prohibió que se estacionara en la calle al menos que le pagara,
como si la calle fuera un estacionamiento privado. Con un poco de
tristeza dijo que tuvo que irse a estacionar en la calle del parque, y
aún así tuvo que pagar, porque allí alguien también estaba pidiendo
dinero, y éste hasta tuvo la osadía de amenazarla, diciéndole que no
sería responsable si cuando regresara, algo le pasaba a su carro. La
otra, de piel oscura, pelo negro y con unas veinte libras de más, le
decía que esa evidenciaba su teoría, que era simplemente la secuela de
la economía informal del país. Cuando la más delgada estaba totalmente
borracha, le dijo a la otra que se fueran. Él pensó que era tiempo
también de irse.
Cuando llegó al
hotel, se encontró con el guía y a un miembro del grupo. Estaban
borrachos, y venían del casino del hotel, donde ambos habían perdido más
de lo que habían planeados jugar esa noche. El turista, un sureño que
había participado en una de las guerras del oriente medio, estaba
convencido de que los dueños del casino eran unos ladrones que hacían
trampas. En ese momento el guía le preguntó dónde había estado, y él
mencionó el bar. Casi incómodo, le advirtió que nunca lo volviera a
hacer. Nunca debía caminar solo por ninguna de las calles del Barrio
Colonial, ni de día ni de noche —pero especialmente de noche: en esa
zona se cometían la mayoría de asaltos, atracos y agresiones contra los
turistas. El sureño quería seguir la fiesta, así que convenció al guía
de que fueran al bar del hotel; pero cuando lo invitaron, rechazó la
invitación y se fue a dormir.
Cuando bajó a
desayunar, ya el comedor estaba casi vacío. Estaba desayunando cuando
vino el guía a preguntarle si participaría en la excursión a la
Catedral. Le dijo sin muchas ganas que sí, y acordaron verse en la
entrada del hotel en media hora.
Siguieron casi la
misma ruta que él había recorrido anoche: la avenida al borde del mar,
una izquierda en la rotonda del parque, y una derecha en la calle de Los
Condes. La calle era estrecha, las casas eran de piedras y sus puertas
estaban marcadas con escudos y símbolos. Antes de llegar a las murallas,
en el extremo derecho, al lado del parque, estaba la grandiosa Catedral.
No era, precisamente, la mejor arquitectura que había visto y no había
sido conservada de una manera responsable, pero pudo imaginarse a los
indios, arrastrando y levantando las piedras, esas mismas piedras que él
hoy podía tocar con sus manos. El grupo estaba en la entrada, y el guía
explicaba como era una de las primeras catedrales construidas por los
españoles en América, cuando un hombre salió de la iglesia, y él sintió
la mirada del extraño en su rostro —una mirada de alguien que parece
reconocer a uno, como la mirada del hombre en el aeropuerto. Se le
acercó.
—Te estuve
esperando toda la tarde —le dijo, dándole palmaditas en la espalda, con
una familiaridad que le enfrió el alma—. Eso no se hace, Mario.
El grupo de
turistas lo miraron, incrédulos, con extrañeza.
—Yo a usted no lo
conozco —le dijo—. Mi nombre es Alexander y hasta ayer nunca había
estado en este país.
El extraño
pareció paralizarse.
—¿Cómo?
—preguntó, desconcertado, examinando a cada uno de los turistas. Las
miradas de los demás turistas parecieron convencerlo —a medias, porque
aún cuando dio la espalda y caminó calle arriba, iba negando con la
cabeza y haciendo muecas con sus manos. Era un señor más o menos de su
misma edad, quizás con unas cuantas libras de más, acentuadas en su
estómago, con una serenidad absoluta, de una presencia agradable. En
fin, alguien que, en circunstancias diferentes, no le importaría tener
entre su limitado círculo de amigos.
La lección
histórica pronto se convirtió en una conversación a trece voces sobre
parecidos físicos, coincidencias y preguntas sobre el pasado. Que si el
padre o la madre vivieron aquí alguna vez, que si tenía hermanos, que si
fue adoptado.
La tercera vez
que lo confundieron fue esa misma noche. Después de la cena, salió con
intención de volver al bar de mala vida de la noche anterior, pero
cuando llegó a la puerta, escuchó que la música era diferente, así que
cambió de opinión, y siguió caminando, en dirección de las murallas.
Dobló a la izquierda en la calle de la Catedral, y entró a una calle más
estrecha aún. Pronto se dio cuenta que esta parte del Barrio Colonial
era impresionante. Las calles estaban alumbradas por candelabros, en
ambos lados, y le daban un halo seductor a las casas y a los edificios
de piedras. De alguna manera, las luces parecían vestir las cosas de un
color amarillo, suave, liviano, limpio. Se encontró caminando por una
calle donde cada casa o edificio tenía un bar, un café, una discoteca o
un restaurante. Pensó que era una lástima que los demás miembros del
grupo no estuvieran allí para presenciarlo.
Caminó por la
calle, a veces pidiendo disculpas para pasar entre la gente que, al no
tener espacio para sentarse o estar de pie dentro de los bares y las
heladerías, se había acumulado en la acera. El público estaba, en su
mayoría, entre los años veinte y veinticinco, vestido a la moda, en
trances, como si nada de lo que pasara en la calle o en el otro lado de
la ciudad le importara. Tenía un deseo incontrolable de entrar a uno de
esos lugares para contagiarse un poco de la energía que parecía fluir en
esos lugares, una energía sin condiciones o reglas.
Ya casi al final
de la calle vio un lugar perfecto. Era un piano bar, pequeño, con
divanes y sillones en un extremo y un mostrador en el otro, y en el
fondo había una tarima donde había un majestuoso piano y dos guitarras
recostadas sobre dos sillas. El mostrador era de madera rústica, las
piedras en las paredes estaban descubiertas, y en algunas de las piedras
la gente había escrito nombres y números de teléfonos. El público, sin
embargo, era más bien maduro, algunos vestidos hasta formalmente, y las
camareras, adolescentes, estaban en faldas negras, muy cortas, y camisas
o blusas blancas, ceñidas al cuerpo.
Era el único
lugar que no estaba completamente abarrotado, así que entró. Una vez vio
que no había formalidad alguna, buscó un diván donde sentarse. Tuvo que
caminar hasta al fondo, se sentó en el primero que encontró. Estaba casi
en la esquina, a pocos pies de una escalera que subía al segundo nivel,
entre el mostrador y la tarima. La música, apenas audible, era acústica,
y estaba acompañada de una voz femenina, cantando en gallego o talvez
portugués. La gente hablaba, pero lo hacía casi en susurros.
Pidió una cerveza
irlandesa, pero no la tenían, así que cuando la mesera le mencionó una
alemana, le dijo que sí, y por primera vez se sintió como si estuviera
en un bar de su vecindario. La canción que se perfilaba por las bocinas
terminó, y otro tema empezó; ahora era un tema en inglés, el cual
conocía muy bien. Ya había olvidado que estaba en otro país cuando
sintió unas manos femeninas frías tocar su frente y cubrir sus ojos. Las
manos y los brazos estaban enjoyados, porque sintió el frío en su
cuerpo.
—Adivinas quién,
Mago —dijo una voz femenina.
Antes de que él
pudiera decir o hacer algo, sintió el cuerpo femenino en su hombro, y su
rostro casi tocar el suyo, y cuando los dedos se apartaron de sus ojos,
la boca de la mujer estaba contra la boca suya. Pero el beso se paralizó
en seco. La mujer se apartó.
—Ya tú no me
quieres —dijo tristemente.
Ella levantó la
cabeza, y dobló el cuerpo, sobre la esquina del diván, para mirarlo de
frente, aún con un brazo enjoyado sobre su hombro izquierdo. Si él
estaba confundido, ella estaba incrédula y su rostro cada segundo
parecía más triste.
— Lo entiendo
—dijo, resignada—. Ya amas a otra.
Él se volvió, y
la miró, serio. No es que le disgustara tanto la situación o tuviera
miedo, pero sentía frío; mucho frío. Ella era una mujer de un rostro
hermoso, pelo negro, lacio y largo, una piel que ni era blanca ni era
negra, unos ojos verdes y llevaba una toga sobre su cuerpo, quizás para
ocultar las libras de más. Sus brazos estaban adornados con todos tipos
de brazaletes: de goma, de plata, de oro.
—Mire, señora, yo
no soy Mario —le dijo—. Yo nunca había venido a este país, pero por
algún motivo me están confundiendo con un tal Mario. Alguien me está
tomando el pelo. Debían de usar un método menos obvio, porque hay que
ser muy idiota para pensar que alguien va a creer que dos personas se
parezcan tanto para que la gente los confundiera como si fuera la misma
persona.
La mujer lo miró,
con la boca abierta. De pronto empezó a reír, enseñando unos dientes
blanquísimos y parejos.
—Pero de verdad
no eres Mario —suspiró—. Y yo casi me muero pensando…
Ella no quiso
seguir. Caminó alrededor del sofá, y se sentó. Lo seguía mirando.
—Mira, si no
fuera porque no besa igual —le explicó—, la verdad es que hasta te llevo
esta noche a mi casa, y ni me doy cuenta. Además de que son idénticos,
hasta hablan igualitos.
Ella le indicó a
una de las meseras que le trajera un trago.
—Mario nunca me
dijo que tuviera un hermano —siguió—. Pero como él nunca habla de su
familia…
—Pero, señora…
—Adanay, por
favor —lo corrigió.
La mesera vino
con el trago.
—Tráele otra
cerveza al cuñando —le dijo a la mesera, enseñándole la botella que
estaba casi vacía.
*Primeras cinco páginas
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