llegar tarde
Atardecer sobre la isla de Manhattan y el Río del Este
(19 de septiembre de 2005)
Los tímidos no tenemos oportunidad sobre la tierra:
del reparto, nunca nos toca nada:
siempre llegamos tarde.
Muy temprano en la vida
aprendimos que muchas veces accidentes circunstanciales van a conspirar
para que uno llegue tarde a una reunión importante, a un examen
imprescindible, a una fiesta donde nos espera la futura madre de
nuestros hijos, a una cita con la persona que nos dará el empleo ideal
e, incluso, a la vida. Muchas veces, inicialmente, reaccionamos de la
peor manera posible, tratando de solucionar un problema que simplemente
no tiene solución. Por lo menos hasta que alguien invente un instrumento
para viajar al pasado.
Cuando teníamos siete años, durante las vacaciones escolares, solíamos
acompañar a nuestro padre a Santiago (la segunda ciudad de la República
Dominicana, y nosotros, claro, vivíamos en el campo). Un día, por estar
haciendo esas cosas que normalmente los niños de esa edad suelen hacer
(jugar), nos fuimos a dormir tarde. Como era de esperarse, nos cogió el
sueño, y cuando despertamos, a las siete y tantos, la madre anunció que
el padre se había marchado media hora antes. Pero no todo estaba
perdido: él iba en vehículo por la carretera, la cual le daba toda una
vuelta en redondo a la montaña, así que si corríamos por las fincas,
atravesando la montaña, lo podíamos interceptar una vez cruzara la
montaña. Pero no, cuando llegamos a la salida de la montaña, ya eran las
nueve de la mañana. Un amigo de nuestro padre, sentada en la galería del
destacamento policial, nos vio. No dejó de reír por mucho tiempo cuando
le contamos que intentábamos interceptar a nuestro padre, porque para
esa hora, precisamente, nuestro padre ya estaba en Santiago.
Cuando construyeron la carretera que unía el campo con los históricos
Estero Hondo (tiempo de Trujillo) y La Isabela (los colonizadores) y la
autopista Duarte (la cual, en teoría, cruza al país desde Monte Cristi a
Santo Domingo), el presidente de turno la fue a inaugurar. Ya para esa
fecha, este enano con complejo de inferioridad gracias a un accidente
geográfico (nacer en un país de “ignorantes” mestizos, mulatos y
negros), había mandado a asesinar la tercera parte de la gente con
cerebro en el país —la otra parte estaba en el exilio. Ese día, se nos
dijo que estarían regalando bicicletas. Teníamos quizás uno nueve o diez
años, y adorábamos andar en caballos, pero una bicicleta, eso era otra
historia. Como éramos, en teoría claro, sobrinos de algunos calieses del
gobierno, teníamos posibilidades. En principios, decidimos no ir, por
razones obvias; pero, como niño al fin, la curiosidad pudo más, y cuando
ya todo el mundo se había marchado, cambiamos de opinión, y entonces a
correr para llegar a tiempo. Llegamos tarde: cuando nos tocó llegar a la
tarima donde estaba el enano, se había terminado el reparto de las
bicicletas. Pero no nos dimos por vencido: tan pronto uno de los que
recibió bicicleta se vio sin dinero, se la compramos.
En otra ocasión, muchos años después, cuando vivíamos en Santiago y
“trabajábamos” en Santo Domingo (la capital), solíamos viajar en una
línea de autobús que era tan conocida por la superioridad de sus
autobuses como por su precisión en sus llegadas y en sus salidas. Un
viernes, un amigo nos hizo una cita para que el lunes nos
entrevistaramos con el dueño de un canal de televisión; si lo
convencíamos, lo cual era muy probable, nos daría un empleo en el
importantísimo medio de comunicación. El domingo, se nos presentó la
oportunidad de viajar fuera de la ciudad, precisamente a conocer a una
de las tantas posibles futuras madres de nuestros hijos, y regresamos a
Santiago en la madrugada. En la mañana, nos volvió a traicionar el
sueño, y cuando llegamos, el autobús ya salía de la terminal. Pero esta
vez, habíamos aprendido un poco, aunque no mucho: volvimos a casa,
llamamos al amigo, y adiós empleo.
Esos incidentes siguieron ocurriendo a través de los años. Con cada
nuevo caso, se aprendía una nueva lección, y cuando el siguiente
accidente venía, lo preveníamos o lo estábamos esperando.
Sin embargo, con lo otro, con lo de llegar tarde a la vida, ese aún le
estamos buscando la solución. Porque, si conoces a la mujer ideal, pero
llegaste exactamente un año y un día tarde y ella ya está casada, ni
modo: la única solución es sentarse a esperar como Florentino Ariza,
esperando a su Fermina Daza hasta que el doctor Juvenal Urbino le diga
adiós a este mundo.
Y ni hablar cuando conoces exactamente a la mujer que completa tu vida,
pero ocurre cuando ambos tienen cuarenta, cincuenta o sesenta años, y no
puedes evitar pensar cuánto te gustaría haberla conocido cuando ambos
tenían catorce o quince años, y asistían diariamente a clases a aprender
cómo hay cosas en la vida que, por más uno quiera, nunca las puede
cambiar.
Para agrandar las fotografías, pulsar la imagen
10:31 PM