Los narradores de La familia de Pascual
Duarte
Ramón Paredes
1.0 Introducción.
Por más de cien
años, tanto críticos como escritores han cuestionado la relación entre
persona, tema (o contenido) y forma (o estructura) en la obra narrativa.
Ha sido la opinión de los escritores, por lo general, que primero llega
el o los personajes, después el tema toma forma alrededor de éste o
éstos personajes y después, la estructura es ajustada al tema y a los
personajes. Pero esta creencia ha sido puesta en duda por los críticos a
través de los años —especialmente durante el presente siglo—, porque
estos creen que, por un lado, no existe dicha separación (uno primero,
el otro después) y, por el otro lado, que en la mayor parte de los
casos, los personajes y el tema imponen la estructura. Así, Boris
Tomacheski —quien influenciaría tanto a Tzvetan Todorov—, en Teoría
de la literatura (Madrid: AKAL, 1982), afirma que todo personaje es
un mero soporte de motivos temáticos, apenas necesario para la
estructura del discurso literario.
Pero, ¿podría
James Joyce, por ejemplo, contar la historia de Bloom en una
directa tercera persona, con visión limitada o N=P? ¿Podría Camus
contar
la historia de Meursault en tercera persona? Probablemente sí. Pero es
casi horroroso pensar en cuán diferente hubiera sido el resultado.
Este
cuestionamiento tiene vigencia aún cuando se considera el modo y la
visión de los narradores en la novela La familia de Pascual Duarte
(Barcelona: Ediciones Destino, Destinolibro vol. 4, 1990, 168 pp.) de
Camilo José Cela (La Coruña, 1916 - Madrid, 2002).
Así, un número de
críticos ha criticado la elección de Cela de dejar a Pascual Duarte que
cuente su historia. El juicio más extremo, nos parece, viene de Paul
Ilie, en La novelística de Camilo José Cela (Madrid: Gredos,
1963): “Cela”, escribe, “prefirió hacer actuar al protagonista como su
propio narrador, imponiendo así toda una serie de limitaciones a la
(novela)” (p. 36; las cursivas son nuestras). Aunque, por sí, este
juicio nos parece extremo (la posición de cualquier crítico es extrema
cuando éste cuestiona seriamente a un autor su elección de estructura o
tema, por ejemplo), vale la pena ver si en verdad Cela pudo haber
escrito la historia de Pascual Duarte en tercera persona (ya sea
N=P, N>P o N<P), qué significaría esto en la estructura de la novela y,
sobre todo, las limitaciones que esta elección habría impuesto en el
autor.
1.2 Planteamientos teóricos.
Antes del
estructuralismo lingüístico, iniciado por Ferdinand de Saussure con su
Cours de Linguistique Générale y desarrollado por los formalistas
rusos (divididos en dos grupos: por un lado, la Opojaz de San
Petersburgo, y por el otro lado el Círculo Lingüístico de Moscú) se
creía que el novelista primero creaba (algunos prefieren “inventaba”)
una serie de personajes y una historia, y luego seleccionaba una
estructura, la cual regía el estilo o forma externa.
Pero el
estructuralismo, en cierta forma, modificó todo este concepto. Así, el
estructuralismo lingüístico concluyó que la esencia de la literatura
pertenecía al lenguaje, y que por lo tanto, tanto en su escritura como
en su estudio, ningún elemento de importancia en la novela, por ejemplo,
era aceptable fuera de él. Todo este concepto, sin embargo, ha sido
transformado durante los últimos años. Así, aunque los estructuralistas
aceptaron y usaron algunos planteamientos teóricos de los formalistas
rusos como también de los tradicionalistas norteamericanos de los años
cuarenta y cincuenta, los estructuralistas, durante los años sesenta,
cambiaron la forma que se escribe, se lee y se interpreta
literatura —tanto en la narratología como en la poética. En fin, usando,
por un lado y casi en conjunto, a Barthes, Todorov y Bremont y, por otro
lado y de una forma más individual, a Benveniste y Derrida, y, en el
centro, los desconstrucionistas alemanes y sus seguidores (i.e.,
Adorno), podemos usar un método práctico para estudiar tanto el aspecto
formal como el aspecto actancial de la novela de Cela.
Así, usando por
un lado el método crítico planteado por Darío Villanueva, en El
comentario de textos narrativos: la novela (Valladolid: Aceña
Editorial, y Gijón: Ediciones Júcar, 1989, 206 pp.) y algunas
observaciones de Oscar Tacca, en Las voces de la novela (Madrid:
Editorial Gredos, 1ª edición, 1973; 3ª edición corregida y aumentada,
1985, 180 pp.), y por el otro lado, como referencia, la guía de Marcelo
Pagnini, Estructura literaria y método crítico
(Madrid: Ediciones Cátedra, 3ª edición, 1982, 268 pp.) —especialmente
“Observaciones sobre la prosa narrativa”, pp. 100-111, y “El método
estructural y semiótico”, pp. 161-170—, nos referiremos a algunos
términos técnicos usados en estos libros o en clase: por ejemplo,
historia (lo que sucede) y discurso (la novela escrita).
Así, aunque nos
parece adecuada la dirección tomada por Villanueva (“la conversión de la
historia en discurso mediante una estructura formal implica
tres acciones: la modalización, la temporalización
y la especialización”, p. 19) y como sólo estaremos usando
modalización, usaremos el método seguido en clase. Así, dividiendo
la narración en aspecto formal y aspecto actancial, sólo nos interesa,
del significado, su enunciado y su aspecto formal, los personajes de la
historia; y del significante, el relato del significante y dos de
sus tres divisiones (modo y visión). Asimismo, usaremos la
enunciación del aspecto actancial.
Pero como el
relato en La familia de Pascual Duarte se cuenta de un modo
“directo” y como la visión es limitada, y como su modelo técnico, y a
veces hasta práctico, se remonta a la novela picaresca, quizás es
necesario “decodificar” algunas de las características de este
subgénero.
1.3 La novela picaresca y el punto de vista.
Cuando se habla
de la influencia de la novela picaresca en la novela de Cela, se habla
de (a) el antihéroe, (b) la narración autobiográfica y (b) la pretensión
moralizadora (i.e., véase los artículos de Gonzalo Sobejano, “Sobre la
novela picaresca contemporánea”; Hortensia Viñas, “Notas para una
interpretación de Pascual Duarte” y Ignacio Soldevilla-Durante,
“Utilización de la tradición picaresca por Camilo José Cela”), la verdad
es que la deuda es mayor. Más aún, esta deuda no es tanto temática, como
tal, sino más bien técnica.
Primero, habría
que trazar los recursos técnicos usados por los narradores que no sabían
que eran narradores y que tampoco sabían que estaban escribiendo
novelas.
Ya un gran número
de críticos ha indicado cómo el barroco transformó, en España, el
dualismo renacentista, y lo reemplazó con un individualismo más
filosófico (i.e., véase La poesía de la edad barroca de María del
Pilar Palomo, Madrid: SGEL, 1975), especialmente pp. 15-35), y cómo esta
transformación culminó en la literatura epistolar. Como indica don
Francisco Rico, en su libro La novela picaresca y el punto de vista,
Paul Oskar Kristeller, en Renaissance Thought, “ha podido
rastrear en la floración del individualismo uno de los factores del
éxito inigualado de la literatura epistolar entre los siglos XIV y XVI”
(p. 19).
Así, si es verdad
que La vida de Lazarillo de Tormes inicia, a partir del 1554, un
tipo de narración que tendría repercusiones en la narrativa
contemporánea, también es cierto que quien fuera que escribiera la
obrita sólo modificó (o renovó) y combinó, por lo menos temáticamente,
dos géneros que estaban de moda en la época: la autobiografía, como
indica Rico, y la carta usada como “confidencia y... confesión” (p. 19).
En efecto, la visión N=P limitada, donde, como indica Tacca, “narrador y
personaje coinciden en un personaje-narrador”, no es nuevo a la
narrativa ni siquiera en España: mucho antes, Juan de Flores y Diego de
San Pedro, en sus novelas escritas bajo la influencia de Boccaccio y de
las teorías del amor cortés, habían usado la técnica.
Lo que hace el
autor del Lazarillo es añadir el “ángulo de visión preciso”, la
“perspectiva constante”, la “información limitada”. Como indica Tacca,
“de... un punto de vista inferior y restringido, pero absolutamente
auténtico y legítimo, nace buena parte del encanto de la picaresca: el
mundo visto a través del hambre, a través de una conciencia que no
alcanza a comprender primero, y que cree comprender después sólo en
términos de gratificación, desprecio, crueldad; en fin, el mundo alegre
y triste a la vez de los inocentes humillados” (p.86).
Así, con
excepción de los subtítulos (i.e., “Cómo Lázaro...”), no hay
contradicciones significativas (pero, como indica Rico, en Problemas
del Lazarillo, Madrid: Cátedra, 1988, pp. 113-114, estos no parecen
venir del propio autor, sino que probablemente fueron añadidos por el
editor real). Lo contrario sucederá, sin embargo, con El Buscón
de Quevedo: aunque Quevedo, a comienzos, mantiene una visión semi N=P
limitada, el “Señor” de comienzo (“Yo señor, soy de Segovia...”)
es sustituido por “pío lector” y hay incluso referencias a “los que
leyeran” la “novela”.
En conclusión, el
Lazarillo es una novela fenoménica, para usar el término de
Villanueva —es decir, está configurada como una carta (p. 32). Da lugar,
por lo tanto, “a la frecuente aparición de una instancia intermedia
entre el autor implícito y/o el narrador
y nosotros los lectores” (p. 32). En fin, Lazarillo de Tormes
es una novela de aprendizaje o bildurgsroman, como indica
Villanueva: en ella, un narrador diagético (u homodiegético, como
prefiere llamarlo Villanueva, p. 71) cuenta su historia no ya al
narratario, sino a un lector implícito —Vuestra Merced. Y, como se ha
dicho antes, la visión es de N=P limitada.
2.0 La Familia de Pascual Duarte
2.1 Algunas consideraciones técnicas.
Como el
Lazarillo, La familia de Pascual Duarte es, hasta cierto punto, una
novela fenoménica
—configurada como una confesión—, si usáramos la clasificación de
Villanueva (p. 32); o, usando la definición de Tacca, una “novela de
autor-transcriptor”, donde, como “límite de un creciente afán de
objetividad”, “el autor declara no ser tal, sino mero transcriptor”
(p. 56).
Como el
Lazarillo, La familia de Pascual Duarte es una novela de aprendizaje
o bildungsroman
—es decir, se cuentan, por lo menos en la historia, una serie de
“lecciones” que Pascual va recibiendo.
Como en el
Lazarillo, más que un “yo protagonsita/yo central”, hay en La
familia de Pascual Duarte un “yo testigo” con sus limitaciones, que,
como dice Villanueva, “renuncia a la omniscencia..., al conocimiento del
pasado y del pensamiento del resto de los personajes” y se sitúa “a un
mismo nivel” que los demás personajes” (p. 74).
Todas estas
consideraciones técnicas, sin embargo, no encajan tan bien como parecen.
La novela es, en
realidad, una novela fenoménica o de autortranscriptor, pero por las
innovaciones modulares introducidas por Cela, es casi imposible
encajarlas: en una técnica predeterminada. En efecto, aunque es cierto
que la narración del Pascual-Narrador está configurada como una
confesión y manuscrito, no existe una instancia entre “el autor
implícito y/o el narrador” y los lectores, porque este “editor o
compilador” más que autor implícito, parece ser más un autor real que, a
través del texto, se comunica con el lector implícito. Porque es claro,
en la narración de Cesáreo Martín, que éste es ya un lector implícito:
“le ruego que si le es posible me envíe dos libros..., cuando (las
memorias de Pascual estén impresas)”, p. 165.
En cuanto al
aspecto bildungsroman de La familia de Pascual Duarte,
este aprendizaje es irónico —más irónico que el Lazarillo—, y
parece tener lugar a la inversa. Así, si bien es cierto que el
aprendizaje del Lazarillo es irónico, porque más que aprender a
sobrevivir honestamente, Lázaro aprende a “anteponer a cualquier otra
consideración”, también es cierto que esta serie de lecciones que
aparecen en la novela ayudan a Lázaro a ser menos honesto y más
perspicaz la segunda vez. En La familia de Pascual Duarte, sin
embargo, todo esto parece suceder a la inversa: Pascual va, tanto en
términos morales como sociales o económicos, para atrás. De este modo,
la importancia de los crímenes va progresando de víctima a víctima:
primero una perra (cap. 1), después una yegua (cap. 9), después un
desviado social —el Estirao— (cap. 16), después a su madre (cap. 19) y
finalmente —por lo menos en lo que concierne al sistema judicial español
de la época— al conde de Torremejía.
Finalmente, en
relación al “yo testigo” narrador y la supuesta renuncia a la
omniscencia, al conocimiento del pasado y del pensamiento del resto de
los personajes, en La familia de Pascual Duarte —como en otras
historias contadas por un narrador diagético— esto es artificial —mucho
más artificial de lo que parece. Por ejemplo, podrían tomarse, al azar,
cuatro instancias:
(a) “¿Qué nos
interesaba a nosotros”, reflexiona Pascual, “lo que en [la calle]
ocurría si allí dentro teníamos lo que en todo el resto de la ciudad no
nos podían ofrecer?” (pp. 74-75). ¿Cómo sabe Pascual que a Lola no le
interesaba lo que ocurría en la calle, si ella no se lo ha dicho
durante la narración?
(b) “Lola”,
piensa Pascual, “estaba como transida por el temor que le
produjera la visita (de los civiles al hotel)”, p. 76. ¿Cómo sabe
Pascual esto, si la guardia civil sólo parece asustar, en la narración,
a Pascual (“en un principio me atosigó bastante la llegada de los
civiles, p. 75)?
(c) “Lola se
reía”, recuerda Pascual, “¡era feliz!.. Qué ajenos estábamos, los dos
a que Dios... nos... había de quitar (nuestro hijo)”, p. 88. Primero,
¿cómo sabe Pascual que Lola era feliz, si ella no lo manifiesta en la
narración? Probablemente, como ella reía, éste asume
que ella estaba feliz. Segundo, ¿cómo sabe Pascual que Lola estaba ajena
a lo que iba pasar con el hijo, si ambos Pascual y Lola parecer
esperar
lo que terminará sucediendo?
Y (d) “Yo...
quería (a Rosario) con ternura”, escribe Pascual, “con la misma
ternura con la que ella me quería a mí” (p. 101). ¿Cómo sabe Pascual
que su hermana lo quería, si no hay, en la historia, un momento donde
Rosario le dice que lo quiere?
En fin, ¿puede un
lector hembra —para usar la frase de Julio Cortázar— ver estas
contradicciones insignificantes? Probablemente, no; porque el narrador
diagético nos hace creer que, en algún momento, Lola ya le ha
mencionado que prefería quedarse en el hotel, que estaba transida por el
temor, que era feliz, y que Rosario, alguna vez, le manifestó su cariño.
Son estas,
entonces, algunas de las ventajas de las que Cela se aprovecha en su
novela, contando la “historia” de Pascual desde una visión limitada
(N=P).
2.2 El punto de vista en La familia de Pascual Duarte.
“La primera
pregunta que puede hacerse el lector”, escribe Jorge Urrutia en su
excelente estudio sobre la novela de Cela, Cela: La familia de
Pascual Duarte (Madrid: SGEL, 1982, 156 pp.), “es por qué existe el
transcriptor (en La familia de Pascual Duarte), por qué razón las
‘memorias’ de Pascual Duarte no se publicaron sin delantal alguno
explicativo” (p. 110). La razón, cree Urrutia, está “en la novela
picaresca, y especialmente en el Lazarillo”. La anominia del
Lazarillo, cree, “se debe a razón estructural”: como la historia
sería inverosímil si el lector barroco pensara en el autor real (i.e.,
Hurtado de Mendoza, Orozco, etc.) como Lázaro de Tormes, con el
anonimato, Lázaro “pasa a ser el autor”. Cela, concluye, resolvió “todos
esos problemas introduciendo un transcriptor que pudiera equipararse a
él mismo sin mayores consecuencias”. La carta de Joaquín Barrera, a
comienzos “y el final de la primera nota del transcriptor, cumplen la
función del prólogo en la novela picaresca” (pp. 110-111).
Estas
observaciones, en nuestra opinión, no son tan acertadas como parecen. En
primer lugar, el Lazarillo es una obra narrativa anónima, porque
el autor prefirió que la obra se publicara anónima: para algunos,
el Poema o Cantar de mio Cid es anónimo porque es un
juglar y probablemente (a) tenía más de un autor o (b) el autor
prefiría, por un diverso número de razones, como por ejemplo no asociar
su nombre con un poema que no era culto (i.e., véase la introducción de
Colin Smith, en la edición Cátedra; la de Ian Collins, en Castalia; o la
de Jules Horrent y Aran Deyermond, en Clásicos Taurus), pero la mayoría
de estas conjeturas se caen de peso, cuando se piensa en el mester de
clerecía: ¿por qué poemas tan
cultos como el Poema de Fernán González y el Libro de
Alexandre, por ejemplo, aparecieron como obras anónimas? En fin,
¿cómo puede uno cuestionar la composición “enmarcada” —como la llama
Tacca, p. 57— del Conde Lucanor o del Decamerón, por
ejemplo?
En cuanto a que
la función de la carta de Joaquín Barrera y la primera nota del
transcriptor sea sencillamente funcionar como “prólogo” al estiro
Lazarillo: decir esto, en nuestra opinión, es romper la estructura casi
perfecta de la novela de Cela.
En efecto,
resurta casi imposible imaginar la novela sin uno de sus narradores.
Pero, en fin,
¿cuántos narradores hay en La familia de Pascual Duarte? ¿Cuál es
la función visionaria de cada narrador? ¿Cómo es que cada narrador nos
parece “contar” una historia diferente y, a veces, contradictoria?
Inicialmente, a
raíz de la publicación de La familia de Pascual Duarte, se creía
que sólo había un narrador diagético y un autor implícito: Pascual
Duarte y el transcriptor. Sin embargo, durante los últimos treinta años,
con la llegada del estructuralismo francés en los años sesenta
—especialmente en las traducciones de Seix Barral—, cambió el rumbo que
había tomado la crítica. Así, para mencionar sólo dos estudios, ahora se
habla de cuatro y de cinco narradores.
En el primer
caso, dos ejemplos serían Paul Ilie, en el libro ya mencionado, y Mary
Ann Beck, en “Nuevo encuentro con La familia de Pascual Duarte”,
en Revista Hispánica Moderna, XXX (1964, pp. 279-299 (también
reproducido en Novelistas españoles de postguerra, Tomo I,
edición de Rodolfo Cardona; Madrid: Taurus, 1976, pp. 65-88). En la
historia intervienen, creen Ilie (pp. 144-145) y Beck (p. 71), cuatro
narradores:
1.
Pascual Duarte (pp. 15-17 y 19-157)
2. El transcriptor o copista (pp. 13-14 y 158-160)
3. El capellán Santiago Lurueña (pp. 161-162)
4. Cesáreo Martín (pp. 163-165)
Sin embargo, hay aquí un vacío, entre páginas 17 y 19: entre la
carta de Pascual Duarte a Joaquín Barrera López (pp. 15-17) y su
dedicatoria (p. 19): el testamento de don Joaquín Barrera López (p. 18).
Aquí entra el
estudio de Urrutia, ya mencionado: En la novela, dice, hay cinco, no
cuatro narradores.
1.
El transcriptor (pp. 13-14 y 158-160)
2. Pascual Duarte (pp. 15-17 y 19-157)
3. Don Joaquín Barrea López (p. 18)
4. Santiago Lurueña, presbítero (pp. 161-162)
5. Cesáreo Martín, cabo de la guardia civil (pp. 163-165)
A primera vista, la existencia de estos narradores parece
necesaria sólo para la estructura de la narración. Así, el transcriptor
es necesario, porque alguien tiene que sacar a luz la obra (i.e.,
un editor, un traductor); Don Joaquín Barrera López, porque aclara cómo
el manuscrito de Pascual llega a mano del transcriptor (en realidad, es
ésta la primera de ras dos voces que podrían ser eliminados sin
afectar
desastrosamente la estructura y el tema de la novela); y, finalmente,
los dos últimos narradores, de los cuales uno podría ser eliminado sin
afectar desastrosamente la estructura de la obra: Santiago Lurueño,
quien confesa a Pascual, y Cesáreo Martín, quien también ve la ejecución
de Pascual: sin la presencia de los dos, no sabríamos nada de la muerte
de Pascual Duarte.
Ahora bien, la función de estos narradores es más que reforzar
la estructura de la novela: forman parte de esa estructura.
Así, de los cinco
narradores hay cuatro extradigéticos (transcriptor, Don Joaquín Barrera
López, Santiago Lurueña y Cesáreo Martín) y uno diagético (Pascual
Duarte), y de ellos, como indica Urrutia, el primero (transcriptor) y el
último (Pascual) llegan al discurso “voluntaria y espontáneamente”, pero
los otros tres (Don Joaquín Barrera López, Santiago Lurueña y Cesáreo
Martín) son “arrastrados por el transcriptor” (p. 110). (Esto podría
cuestionarse: Don Joaquín Barrera López es arrastrado al discurso, pero
no por el transcriptor, sino por Pascual Duarte, porque cuando Pascual
le envía el paquete de folios, en la historia, trae consigo a Don
Joaquín.)
Pero cada
narrador extradigético parece contradecir al narrador diagético.
Más aún, cada narrador tiene una doble función en el discurso.
El transcriptor.
(a) Por un lado,
la función (aparte de editor) del transcriptor es de ofrecer la visión
más neutral de Pascual Duarte. Así, si bien es verdad que cree que
Pascual Duarte es un criminal (“El personaje de Pascual”, dice, “es un
modelo de conducta; un modelo no para imitarlo, sino para huirlo”, p.
14), también es cierto (1) que reconoce la inteligencia,
patológica o como quiera llamársele, de Pascual (la carta de Pascual a
don Joaquín, nos dice, nos presenta “a... (un) personaje no tan
olvidadizo ni atontado como a primera vista pareciera” (p. 159); y (2)
que Pascual, como un criminal que fue, sólo pagó “deudas a la justicia”:
es decir, el transcriptor no hace juicios del hecho que el asesinato de
su propia madre le mereció menos castigo a Pascual Duarte que la del
Conde.
(b) A nivel
semántico, el transcriptor se parece a un narrador extradigético
(Cesáreo Martín) y, hasta cierto punto, al narrador diagético (Pascual
Duarte). Así, el transcriptor parece concluir o aclarar ideas con
refranes, decires o frases semi-filosóficas: “porque a nada bueno ha de
concluir una labor trazada, como quien dice, a uña de caballo” (p. 13);
como “porque Pascual se cerró a la banda y no dijo esta boca es mía” (p.
159). En Cesáreo Martín: “:Yo bien..., más tieso que un palo” (p. 163),
y “no daría yo fe aunque me ofreciesen Eldorado” (p. 163).
Finalmente, el
transcriptor parece usar los mismos códigos lingüísticos que usan tres
de los cuatro narradores extradigeticos: por ejemplo, para seguir con
Cesáreo: “...en una farmacia donde Dios sabe que ignorados manos la
depositaron—...” (transcriptor, p. 13); “Yo, bien—a Dios gracias, sean
dadas—, aunque...” (Cesáreo Martín, p. 163).
Pascual Duarte.
Las observaciones
de Urrutia sobre los problemas de visiones de Pascual Duarte-Narrador
(pp. 112-114) y las de Mary Ann Beck sobre Pascual Duarte como narrador
limitado (pp. 71-88) nos parecen tan acertadas, que cualquier
observación que hagamos vendrán, por lo menos subconscientemente, de
ellas. Así que sólo nos limitamos a indicar su presencia, y exponer
nuestro acuerdo con ella.
A lo único que
nos limitaremos es a observar que probablemente, basado en la carta que
Pascual le envía a Don Joaquín Barrera López, Pascual estaba tratando de
buscar un indulto. Así, la primera indicación parece venir del
transcriptor: el hecho de que Pascual escribiera la carta al mismo
tiempo que los capítulos XII y XIII (“Se mata así; es de asesinos”,
p. 102, cap. XII; “Es probable que si la paz a mí me hubiera llegado
algunos años antes, a estas alturas fuera, cuando menos, cartujo”,
p. 104, y “pero hay que conformarse con lo inevitable, con lo que no
tiene arreglo posible”, p. 109, cap. XIII), indica que Pascual no
fuera “tan olvidadizo ni atontado como a primera vista pareciera” (p.
159). La segunda indicación es la elección que hace Pascual—un amigo del
Conde, por cuyo asesinato lo han condenado a muerte: “como resulta que
de los amigos de don Jesús González de la Riva (que Dios haya perdonado,
como a buen seguro él me perdonó a mí) es usted el único del que
guardo memoria” (p. 15). Finalmente, la otra indicación viene del propio
Pascual: “No quiero pedir el indulto, porque es demasiado lo malo que la
vida me enseñó...” (p. 17): recuérdese que en el capítulo 17, Pascual
lamenta que le hayan dado la libertad, por la muerte del Estirao,
prematuramente: “Si me hubiera portado mal hubiera estado en Chinchilla
los veintiocho años que me salieron... Los veintiocho años se hubieran
convertido en catorce o dieciséis, mi madre se hubiera muerto de muerte
natural...” (pp. 132-133). Pero ahora, parece decirle Pascual a don
Joaquín, ahora sí es verdad que está en paz, “manso como una oveja,
suave como una manta, y alejado... del peligro de una nueva caída”.
Don Joaquín Barrera López
Este narrador
estradigético tiene tres funciones:
(a) Justificar la
autenticidad del manuscrito de Pascual.
(b) Introducir un
punto de vista distinto al del transcriptor y de los otros tres
narradores: el punto de vista conservador, religioso, el punto de vista
del típico censurador —el manuscrito, dice, es “contrario a las
buenas costumbres”.
(c) Añade una
historia extratextual al texto: es un milagro, se implica, que el
manuscrito haya sobrevivido: “ordeno que el paquete de papeles... sea
dado a las llamas sin leerlo, y sin demora alguna”, pero si el paquete
sobrevive dieciocho meses, “ordeno al que lo encuentre lo libre de la
destrucción... y disponga de el según su voluntad” (p. 18).
Santiago Lurueña, Presbítero.
Santiago Lurueña
más que confesar a Pascual, tiene tres funciones:
(a) Testigo de la
muerte de Pascual Duarte y del “estado mental” en que se encontraba
antes de ser ajusticiado.
(b) Dar un punto
de referencia para verificar su versión de la muerte de Pascual con la
versión de Cesáreo Martín: “Cuando llegó el momento de” conducir a
Pascual al patio, dijo “¡Hágase la voluntad del señor! que mismo nos
dejara maravillados” (Santiago, p. 162), y “al principio Pascual se
sintió flamenco y soltó “delante de todo el mundo un ¡Hágase la
voluntad del Señor! que nos dejó como anonados” (Cesáreo, p. 164).
(c) Para dar la
(única) visión menos crítica de Pascual Duarte—la visión ingenua: a la
mayoría se les “figura que Pascual Duarte era una hiena, “pero para
Santiago, después de “llegar al fondo” del alma de Pascual, “este no fue
otra cosa que un manso cordero, acorralado y asustado por la vida” (pp.
161162).
Cesáreo Martín, Cabo de la Guardia Civil.
Cesáreo tiene
seis funciones:
(a) Informar al
transcriptor y al lector implícito, de cómo el manuscrito de las
memorias de Pascual Duarte llegó a manos de Joaquín Barrera López.
(b) Comunicar las
condiciones externas y a veces internas en que vivía Pascual y que
reflejan un personaje conflictivo (“fue el preso más célebre que
tuvimos”; “le entraron escrúpulos y remordimientos” y “se pasaba los
medias semanas voluntariamente sin probar bocado”, y el entendimiento
con el director de la cárcel: “el director era de tierno corazón...”
(pp. 163-164).
(c) Verificar la
información dada por Santiago Lurueña: soltó “delante de todo el mundo
un ¡Hágase la voluntad del Señor!...” (p. 164).
(d) Dar una
visión del Pascual cobarde, de la cual ni el transcriptor ni el
presbítero hacen referencia directa: “terminó sus días escupiendo... de
la manera más ruin y más baja que un hombre puede terminar; demostrando
a todos su miedo a la muerte” (p. 165).
(e) Enjuiciar a
Pascual, especialmente por matar al Conde de Torremejía, y expresar
indirectamente su desprecio por Pascual: “el caso es que el
desgraciado...”; “El muy desgraciado....”, etc.
(f) Establecer
una relación entre el autor implícito y los lectores implícitos (Cesáreo
y el teniente de línea: “le ruego... me envíe dos libros... cuando (los
manuscritos de Pascual) estén impresos” (p. 165).
3.0 Conclusiones.
Pero más que
estas limitadas funciones, los cinco narradores —con la excepción quizás
de Joaquín Barrera López— tienen otra función estructural: la de formar
una caja china —una caja china muy similar a la aplicada por Francisco
Rico, en La novela picaresca y el punto de vista, al Lazarillo:
“la perfecta coherencia de todos sus componentes” (p. 53).
Así, hay en la
historia
del narrador diagético suficientes datos, juicios y observaciones para
justificar las otras tres visiones que tienen los tres narradores
extradigéticos de la historia.
De este modo, la
visión del criminal, del personaje “no tan olvidadizo ni atontado” del
transcriptor aparece en la historia: por ejemplo, aunque Pascual aparece
como más cobarde que poco tonto, la forma que este ataca a Zacarías y al
Estirao, por ejemplo, demuestran instinto calculador; y, también, la
forma que Pascual justifica sus crímenes: Al Estirao porque ofende la
memoria de la esposa muerta (“¿Entonces”, le pregunta a Pascual, Lola
“me quería?”, p. 130); a la madre, porque cuando se retiraba, con el
cuchillo en la mano, la madre se despertó: “Entonces sí que ya no tenía
solución (si no matarla)”, p. 156.
La visón de
Pascual como “manso cordero acorralado y asustado por la vida” del
presbítero también tiene justificación en la historia. La vida de
Pascual, nos parece decir el narrador diagético, estuvo predeterminada
por el medio génerico, social y geográfico. Más aún: Rosario, escribe
Pascual, “como no sabía sufrir y callar, como yo, lo resolvía
todo a gritos” (p. 34) —Pascual, por lo visto, lo resuelve con la
violencia.
Mientras tanto,
la visión de un hombre complicado (implícito) y de cobarde (explícito)
de Cesáreo Martín también tiene justificación en la historia. Así,
Pascual, por más que éste lo negara, era un cobarde: los dos primeros
momentos lo vemos:
(a) Cuando el
Estirao lo desafía (“Si tú fueses el novio de mi hermana, te hubiera
matado”, p. 43).
(b) Cuando éste,
a “los veintiocho o treinta años” no se atrevía “a decirle ni una
palabra de amores” a Lola (p. 55).
Esta cobardía
crecerá a medida que avanza la historia: como muy bien demuestra Mary
Ann Beck, esa cobardía frente a Rafael, el amante de su madre, cuando
éste golpea a su hermano Mario (p. 79), está presente cuando éste hiere
a Zacarías, cuando Zacarías menos lo estaba esperando. En cuanto a las
complejidades del personaje, basta recordar las palabras de Paul llie,
en la obra ya mencionada, Pascual tiene una “personalidad compleja”: es
cruel e irracional, tierno y delicado a la vez (p. 36).
En fin, como
indica Beck, Cela forja “una imagen íntegra de Pascual (...) al oscilar
entre lo claro y lo oscuro de la personalidad de Pascual, no tenemos más
remedio que aceptar que éste se compone de dos caras: una de ‘cordero’
(recuérdese las palabras del presbítero: ‘manso cordero’) y otra de
‘hiena’” (p. 79).